Las cigüeñas se quedaron, ya no se van. Se han habituado al medio de mierda que los humanos hemos diseñado a nuestro antojo y sin pensar en ellas. Se han vuelto locas y ya no saben lo que hacer cuando llega el frío. Por eso cada mañana tiritan en lo alto de las antenas y en las grúas.

No es que me importe mucho lo que hagan los animales, simplemente los dejo vivir en paz mientras no se caguen en la ropa que tengo tendida. Es como un acuerdo mutuo que hasta hoy funcionado, por eso ahora es mejor tocarlo.

Recuerdo que de crío tenía un libro que se titulaba “Convenio animal”. Era un librito pequeño e ilustrado que pertenecía a una colección que iba ampliando muy despacio con los números que mis abuelos me iban regalando por mi cumpleaños o por Reyes y que terminaría, seguro, en la basura. En ese librito, los animales de la sabana lograban llegar a un acuerdo entre todas las especies para repartirse el tiempo para alimentarse de una forma ordenada. En un giro de suprema idiotez que no se creería ningún niño por tonto que fuese, hasta los leones eran parte en el convenio. Lo que no recuerdo era en qué turno comían.

Un final inquietante.

No han sido pocas las veces que he recordado aquel libro. Lo recuerdo cada vez que veo el caos del mundo, la falta de educación, el egoísmo sin límite. También cuando alguien molesta con ruido o con sus gustos musicales, que comparte a discreción sin que nadie se queje. Entre unas cosas y otras, su recuerdo aparece casi cada día.

Alguien me jode la paz con portazos que hacen temblar el edificio entero, y consigue que despierte a diario con la misma mala leche con la que ya me acuesto la noche anterior por su culpa.

Que tú no me oigas no significa que no esté. Sí estoy, trabajo en casa, todo el día, aunque no lo escuches, y no me habitúo a vivir con tu ruido porque yo no soy una cigüeña.

Imagina ahora que, sin embargo, fuera una paloma y me diese por cagarme cada día en la ropa que tiendes en el patio. ¿A qué convenio querrías llegar?