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De Calatayud a La Muela

Un dolor de muelas insoportable ha obligado al caminante a interrumpir su ruta unos días. Como si de una señal se tratase, esperó a que el dolor remitiera y entonces volvió sobre sus pasos una jornada para dedicar otra a aquellos paisajes y dormir una noche entre cerezos florecidos.

Retoma, pues, la marcha con paso lento una mañana gélida del primer día de primavera. Cuando el sol se alce un poco más sobre los montes templará, y más tarde, probablemente, hará bastante calor. Por eso camina contento, disfrutando de la mañana, del canto de los pájaros, con la brisa en la cara y la tranquilidad que encuentra entre los albares de esta ladera.

En menos tiempo del que esperaba alcanza el lugar en donde días atrás un capataz estaba gritando a sus hombres mientras éstos cavaban una larguísima zanja para soterrar una tubería. Años atrás esas conducciones se utilizaban para transportar petróleo, pero ahora tendrán otro cometido, no sé. Dijo.

La brisa arreciaba dificultando el trabajo, pero como banda sonora era inspiradora. A última hora de la tarde pasaron por el camino varios coches todoterreno hacia una casa rural en el valle. Otro, conducido por un guarda forestal, se dirige hacia el caminante y en ese momento, una racha de viento derriba el trípode que, con la cámara en lo alto, cae contra el suelo. El caminante se teme lo peor.

La cámara, efectivamente, ha sufrido daños, pero aún funciona y, con un poco de cinta adhesiva, queda reparada. El guarda, que ha detenido su coche al lado del caminante, se apea y saluda, pregunta qué tal todo y qué es lo que hace el caminante ahí. Éste le cuenta algunas peripecias y el guarda, interesado, toma nota del título del trabajo para en el futuro poder comprarlo y decir que conoció a quien hizo las fotografías.

El caminante da las gracias a aquel hombre y se despiden. El coche del guarda desciende por la pista. El caminante empieza a pensar en buscar un lugar en el que poder dormir a refugio del viento y en revisar el estado general de la cámara después del accidente. Encuentra un lugar al lado de una caseta para herramientas, entre unos pinos, y allí cena una lata de cocido, pan duro, varios pedazos de chorizo y un té que le calientan los ánimos. Rebañado el plato procede a limpiarlo, seca las herramientas de comer, las guarda en su bolsa y extiende el saco de dormir con cuidado, buscando el lugar más plano; coloca el macuto como almohada y pasa la noche tranquilamente bajo un techo limpio y lleno de estrellas que brillan allá arriba e iluminan aquí abajo.

Madruga mucho. El cielo, rosado al principio, enfría sus colores hasta un azul profundo. Los montes, nítidos, tapizados de pinares, se pierden en un horizonte de mil planos. Imagina, durante unos minutos, el resto del mundo que se extiende más allá de las sierras y, satisfecho, ahora sí, se despide de la villa donde tuvo la precaución de no preguntar por la Dolores no fuera a ser que le partiesen la cara.

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Publicado en De Toro a Toro