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Deambuleo

Castejón. Refresca cuando se está parado, esperando una luz del atardecer para la ermita, los cipreses que flanquean la pista que asciende hasta ella y los campos que la rodean. Subo hasta el alto y allí permanezco un largo rato obnubilado con el color de la piedra, el sonido del viento, la llanura, sus vaivenes y con todo ello junto. He venido buscando que mi vista se pierda en la infinitud plana y que mis oídos se relajen escuchando el acento de este suelo.

El paisaje típico y mi más deseado de la comarca, con sus yesos y cárcavas, se enseña ya desde hace unos cuantos kilómetros.

Poco importa si esa noche conseguí dormir, si el viento casi me vuelve loco o si en plena desesperación encontré refugio bajo un puente, donde dejé caer mis cuatro cosas sobre el lecho de un río seco. Sin ganas de cenar, sólo deseaba dar las buenas noches y desaparecer en mi escondrijo. Arriba, los arbustos batían con furia sus ramas y parecían a punto de ser arrancadas de cuajo.

Las siete de la tarde. Solo, cansadísimo, dentro del saco de dormir. Memorizando la última jornada, escarbo entre mi malestar buscando la poesía más áspera que pueda encontrar y la recito concentrándome en el aliento que de mañana remando contra corriente.

Para mañana, por cierto, anuncian más viento en contra.

 

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Lo verdaderamente importante fue la inmersión en la sierra blanca y la visita a la ermita de Nuestra Señora de las Sabinas, una construcción del siglo XIII según reza en la placa. Fue restaurada en el XVII.

Un paisano que se dirige al tajo saluda con la mano cuando me adelanta, y al pasar a mi lado me envuelve en una nube de polvo que enseguida disipa el viento. Continúo mi marcha como si nada hubiese pasado, ungido con la esencia de este desierto, la vista clavada en el horizonte y el paso decidido. Dejo muy atrás el bulto de la ermita, diminuta ya en la lejanía, y asciendo por la pista rodeando eriales bajo un cielo azul por el que navegan diminutas nubes que al llegar a un punto determinado se evaporan.

La pistas acarician las curvas de las margas y mueren contra la pared o difuminadas en la vegetación. Resbalo muchas veces antes de coronar el primer ribazo, luego desciendo de lado con largas zancadas y me detengo desviándome fuera de línea. Después vuelvo a ascender. Corono tres, cuatro y cinco hileras de tierra dura hasta que encuentro un lugar en el que sentarme a comer sin personas ni ruidos ni viento.

Caliento una lata de judías.

Atardecer. Recorridos cientos de veces los metros de esta plataforma en la que me he acomodado, tomo fotografías que después borro, grabo al viento filtrándose entre los arbustos con sus flores minúsculas, blancas y temblorosas, observo los líquenes de color rojizo y amarillento sobre el suelo y el vuelo de algún intrépido pájaro que, quieto en el aire, bate las alas con todas sus fuerzas. De repente el pájaro gira sobre sí mismo y se aleja a la velocidad de la corriente que lo impulsa.

La monotonía rectilínea del desierto me seduce, se apodera de mis pensamientos, de mis ensoñaciones y de mi tiempo. Las curvas siempre me hacen perder la cabeza…

Encaro mi última noche aquí antes de regresar a casa, me ajusto la armadura y ondeo otra vez la bandera de mis intenciones para mantenerlas siempre vivas.

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Publicado en Donde habita el silencio