Saltar al contenido →

Hacia la capital

Pasa la noche y el sol ilumina el cielo limpio con luz de invierno, el viento duerme mientras desayuno en buena compañía. Repartimos saludos, sacan con preguntas liftadas que yo resto con relatos planos planitos, mi cabeza sigue llena de ideas, mi cuerpo de energía y, entre charla y carajillo, hago pequeñas escapadas de minino en busca de luz de un color que no recordaba que existiese. Dí con ella ya a las ocho de la tarde algo pasadas, en una calleja de las afueras, mientras paseaba charlando con un abuelo del lugar. Casi se podían escuchar los latidos del corazón.

Interrumpí la conversación para fotografiar la luna en el horizonte y las farolas encendidas contra el cielo aún claro. Barrí una y otra vez las fachadas encaladas y los portones de madera de este oasis de silencio al final de la tarde, cuando se pasea uno sin alejarse demasiado de la lumbre, observando cómo cambia el paisaje cada segundo de todos los días.

Necesito caminar hacia el norte por esas pistas anchas y generosas que surcan el paisaje de la comarca; voy bordeando los regadíos que he visto nacer, crecer y que ahora veré recolectar; a lo lejos escucho el murmullo continuo las cosechadoras y a los tractores tirando de enormes remolques que botan vacíos por los caminos. No siempre les puedo ver, pero están ahí apareciendo y desapareciendo entre los maices, en su ir y venir incesante, sosegado, incansable.

Dejando a la izquierda El Sisallar camino observando mis pasos sobre la tierra y me desvío hacia la izquierda, en dirección a la sierra, por la suave pendiente que asciende durante varios kilómetros y corona en una explotación porcina.

Pero antes de llegar descanso al sol un buen rato. Sentado en el suelo fumo un cigarro y me bebo el paisaje con largos sorbos. Diez minutos después como algo, bebo del agua. Apaciguado, me recuesto sobre el macuto y cierro los ojos.

 
Carpe diem.
 

El que está sentado detrás en el todoterreno dice que hasta Sena quedan muchos kilómetros.

Quizá —explica— alguno de los que trabajan en la granja, que son de allí, puedan acercarle esta noche.

Pero no, yo no quiero. No tengo que llegar hoy, aunque al final de la tarde, y después de tomar ninguna fotografía, me fijaré ese objetivo.

Rebasada la granja de cerdos asciende otra pista a la derecha, más irregular que la que abandono, hasta el refugio de cazadores que está al coronar de la sierra, en el enésimo cruce de caminos. Vuelvo a descolgarme la mochila, varios tractores suben desde el otro lado a una velocidad imprudente o me lo parece a mí. Todos me saludan y yo comienzo tranquilo mi descenso por el pinar entonando un monólogo, que es lo que hago siempre para mitigar el cansancio, la soledad o el aburrimiento. Estoy tomando conciencia del peso de mi mochila, casi veintiocho kilos decía la báscula de la farmacia en la que pesé el magnífico bulto. Después le he añadido un par de botellas de agua para redondear la cifra y para satisfacer la sed de esta etapa.

Imagen

El camino escurre entre los montes, serpenteando abandona el pinar desde el que se observa el inmenso plato donde nació quien descubriese, con razones más bien pintorescas, la circulación pulmonar en el cuerpo humano. Vuelve a llanear la pista y, una vez más, viajo entre barbechos y máquinas de labor. A lo lejos se alza Villanueva, a su izquierda, inmediatamente, Sena. Me voy acercando hacia la capital de la comarca y algo me impide hacer la fotografía que encuentro de repente, pero no resisto la tentación de tomar la primera imagen del día.

¡Chimpún!

Anterior
Siguiente

Publicado en Donde habita el silencio