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Madrid

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Esta vez voy de paso, he planeado sólo un par de días o tres antes de dirigirme a un lugar donde deshacer un nudo, el tiempo nublado, soledad para bocetar ideas y alguna oportunidad de pulirlas en conversaciones nocturnas. No sé cuánto puede suponer eso, una semana … y darlo por terminado.

Podría ser el momento después de siete años revoloteando en una nube de recuerdos desde el primer paso …

Es cierto, empiezo a notar el cansancio. La salud ya no me acompaña y mi mochila me muestra un enorme interrogante cada vez que la veo en una esquina de mi estudio. Me mira como preguntando qué pienso hacer.

Mierda … ¿así va a acabar todo?

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Por instinto me he acercado unos días para ver la textura de las piedras y he pasado toda la tarde con las manos en los bolsillos. Llovía, pero no he buscado refugio. Con la mugre resbalando por mi cara he conseguido apartarme del ruido y de la gente pero, como siempre, lo de siempre ha hecho explotar mi ensueño. Lo de siempre: una sirena, un ladrido, el motor de una moto…

Vagabundeo entre las paredes lúgubres de una callejuela en dirección al centro de una ciudad por la que ya no siento otra cosa sino asco.

Al pasar delante de aquel garito, donde veinte años antes enloquecímos La Alemana y yo, me detengo y me aparto un par de pasos. Allí viví las semanas de libertad más absoluta de mi vida, que duraron hasta que ella me disparó a quemaropa una pregunta con sabor de propuesta suicida. Acorralado me recuerdo entre sambucas quemados con risas y besos mezclados unos tras otros y en el autobús que nos devolvía de madrugada a aquella casa sin dueño que fue guarida mia hasta finales de un verano del primer tercio de los noventa.

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La puerta estaba cerrada y el neón reventado desde hace tiempo.

Antes de alcanzar la Gran Vía me recordé con un amigo en una noche de correr y salvar el pescuezo. No corrimos, pero salvamos el pescuezo, y en mi casa le hicimos el boca a boca a la noche para mantenerla en pie unas horas más. Cuando despertamos seguía siendo sábado.

Años después nos volvimos a encontrar en Fuencarral. Él estaba más gordo y yo tenía el encefalograma plano. Nos dimos un abrazo y prometimos llamarnos por teléfono algún día.

Quien me acompañaba en la vida por aquel entonces entendió el sonido de mi respiración. Era bruja —decía— e insistía en que yo andaba buscando un sitio.

Ese día firmé un contrato para siempre.

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Publicado en Notas