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Notas para un diario (27)

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Ya había empezado la jornada con pocas ganas. La noche anterior, en Castrojeriz, había sido muy agradable y, a primera hora de esa mañana, acompañé a un matrimonio coreano porque la mujer andaba lesionada. Qué guarrada —pensé— venirse desde tan lejos para tener que abandonar a pocos días de empezar. Ella sonrió un poco forzada, pero me daba la razón y, en cuanto entró en el coche de Dani, el dueño del albergue donde se habían alojado y yo estaba desayunando, una naranja. Le di las gracias e hice una reverencia que me hizo sentir ridículo, pero ya se sabe que cuando uno se mete en la burbuja del Camino hace tonterías que no hace en otro momento. Se los llevó Dani a la estación y yo quedé esperando a que regresase para tomar un café y fumar un cigarro juntos antes de partir. Tímidamente empezaba a llover, pero el suelo ni llegó a mojarse.

Empezaba a estar un poco harto de tanto peregrino y de tanto calor, de estar todo el día pegajoso y de oler a esfuerzo. Quedaba menos, me intentaba animar Dani, pero quedaba lo más aburrido de todo el viaje —dije— aguantando ese ambiente y señales por todos los lados para evitar que el rebaño tomase alternativas. Yo había buscado la alternativa viajando en dirección contraria, pero ya me estaba arrepintiendo de encontrármelos de cara. No coincidí con ningún otro que fuese en mi sentido, pedaleaba todo el día solo, llegaba en contradirección a todos los lugares y hablaba solo jornada tras jornada. La monotonía de la llanura castellana, el bochorno y los kilómetros sumados en más de tres meses y medio de viaje empezaban a hacer mella.

En San Antón me entretuve con El Cátaro, maldijimos en lo que se había convertido el Camino y hablamos del pasado de ambos durante casi toda la mañana, hasta que empezaron a llegar turigrinos para almorzar. Me mantuve al margen observando cómo manejaba a los grupos. Cómo les vacilaba, con qué soltura, hasta que una americana tuvo el desacierto de defender las políticas de Trump sin venir a cuento. En ese momento El Cátaro cambió la cara e, incómodo, dejó de ocuparse de ella centrándose en un grupo de andaluces menos recalcitrantes.

Cuando el sol estaba ya en lo alto, salté a la carretera.

Esa tarde llegué a un pequeño pueblo en donde la dueña de un albergue me ofreció un spa natural con un agua gélida que utilicé sin dudarlo para descargar un poco las piernas hasta que el frío del agua me dolió y al día siguiente continué unos pocos kilómetros, hasta que mi cabeza me dijo que parase. Necesitaba de manera urgente un descanso y tiempo para recuperarme de los dolores que mi enfermedad me estaba provocando. Me dolía el culo como nunca y mis abscesos estaban sangrando desde mil y pico kilómetros más atrás. No había opción, tomé el primer desvío que encontré.

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A la derecha del camino se sitúa Grañón, primer pueblo de La Rioja al que se accede a través de unos doscientos metros de carretera muy poco atractiva. Después entras al pueblo y te das cuenta de que, en realidad, el pueblo carece de interés. Pero me dio igual, ya estaba allí y mis ganas de continuar habían desaparecido, así que me quedé en el primer lugar que encontré, un albergue de donativo llevado un tipo que no me gustó desde el primer momento.

Me jode la gente que pretende parecer simpática, la que no para de hablar y adular y contar lo que no has preguntado ni te importa. El tío, italiano y un pesado, tenía aspecto de ex-yonqui que me produjo repulsión. Sólo tenía un diente. Podía haberme largado y dejarle con la palabra en su boca desdentada, pero me quedé porque el lugar era gratis (sí, gratis) y porque, pensé, con la excusa del cansancio podía refugiarme en la cama y eludir al espantajo aquel y al grupo de pijos franceses que estaban en el patio y con los que terminé hablando (bueno, mejor, criticando) al desdentado. Hablábamos en inglés, idioma que el tipo aquel no entendía y que nos permitía comentar cualquier cosa con total tranquilidad.

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El desdentado me vino a joder la siesta sólo para decirme que yo “había tenido suerte” y que me él “me invitaba a quedarme un día más” si le ayudaba con un grupo de veintitantos coreanos que vendrían al día siguiente. Yo, adormilado, le dije que sí para que me dejase en paz. El tío se fue y yo continué durmiendo.

Esa noche me dejé convencer para tomar algo a las piscinas. Allí, el que estaba detrás de la barra, que resultó ser el dueño del albergue, echó una bronca al desdentado delante de todo el mundo. Él intentó quitar hierro al asunto cuando ya nos íbamos para que no se notase lo patético que había resultado verle balbucear mientras el otro le reprochaba una y otra cosa a gritos. Definitivamente era un desgraciado con delirios de grandeza, un imbécil que se creía el centro de todo y le irritaba que a ninguno nos interesase nada de lo que contaba. En el camino de vuelta no dejó de criticar a los franceses que, huyendo de él, habían decidido engancharse a un grupo de coreanas con las que se sentirían más cómodos —supongo— y yo me habría acoplado a un rebaño de ovejas con tal de no tener que aguantar a aquel tipo.

Cenamos, me tocó recoger la mesa, fumé el último cigarro del día junto a uno de los franceses e, inmediatamente, me fui a la cama.

A media mañana del día siguiente aún no habían llegado los coreanos. Además de colaborar en las tareas de limpieza del cuchitril sin dejar de reprocharme a mí mismo el haber aceptado aquella estúpida invitación que sólo me sirvió para justificar el no dejar un solo céntimo como donativo en aquel lugar. Estaba ya tan harto del italiano, de que no se callase en ningún momento, de que fuera un mandón siendo nada… Estaba harto de todo y, por momentos, también del viaje. Se me pasó por la cabeza mandarle a la mierda, agarrarle del pescuezo para que se callase y hasta atizarle un puñetazo, pero aguanté hasta que en una de ésas le dije que me estaba poniendo nervioso y me largué a dar una vuelta por el pueblo para desintoxicarme de aquel ambiente.

Al regresar me escondí en la habitación, me descalcé y me eché en la cama. El italiano me dijo desde el otro lado de la cortina que se iba y que me quedase yo para recibir a los coreanos. Ni le contesté, estaba ocupado pensando si largarme de allí en ese momento, pero hacía un calor insoportable y me pareció arriesgado. Cuando por fin se fue todo se quedó mucho más tranquilo. Entonces, me levanté, justo cuando llegaban los coreanos. Allí estaban, de pie delante de mí, mirándome y sonriendo como esperando algo. Uno de ellos se arrancó por fin, y en un español mínimo saludó. Cuando el chico iba a intentar explicarme lo que yo suponía, me anticipé y le indiqué amablemente y en inglés dónde estaban las duchas, sugiriéndoles que se duchasen primero y que, cuando estuvieran más relajados, les distribuiría en las camas. Al final todos parecieron quedar contentos en sus cubículos.

Mientras estaban acomodándose, recogí un poco mis cosas, metí los bultos debajo de la cama y me aparté de allí para que tuvieran más espacio. En ese momento escuché una voz detrás de mí, una voz femenina, algo grave y que denotaba cansancio se dirigía a mí en un inglés limpio y muy claro. Me dí la vuelta dispuesto a decirle a quien fuera que ya no quedaba sitio en el albergue y que había otro de condiciones similares en la misma calle, un poco más abajo. Me quedé callado mientras me decía que no tenía ningún problema en dormir en el suelo si era necesario y yo, sin importarme no ser nadie allí, le dije que no, que ni hablar de eso, que le cedía mi cama, que yo dormiría en el patio, y le señalé la mejor cama de la habitación. A ella se le iluminó la cara y volvió a repetirme que, si había algún problema, dormiría en el patio ella. Interrumpí sus palabras con una sonrisa y, a la vez, negué con la cabeza, ella llevaba todo el día caminando y estaba agotada. Debajo de un sombrero de paja había una cara que no podía esconder el esfuerzo de ese día, ni siquiera con la sonrisa que se le escapó cuando le dije que mi sitio era pra ella y guiñé un ojo para dar el asunto por zanjado mientras me alejaba por el pasillo. Encogí los hombros, ladeé la cabeza y aseguré que no había ni un solo problema. Entonces salí al patio, me senté en un banco y lié un cigarro. Ella me siguió y se sentó a mi lado y me dijo que se llamaba Stefani.

Hablamos, mucho y de todo, de la familia, de los viajes, de su trabajo, de la vida en su país, Chipre, y de que probblemente era la única peregrina de ese país en el Camino. Nos reímos, divagamos, compartimos un bocadillo, nos miramos fijamente varias veces sin hacer caso alguno al imbécil, que no paró de molestar en todo el tiempo con no sé qué mierda de radio para la cual nos hacía hablar. Cuando se lo propuso a Stefani, ella se me quedó mirando extrañada y yo le propuse que lo que quisiera decir lo dijese en griego. A ella le hizo gracia y, después de haberse reído, contó cuatro tonterías, le devolvió el micrófono al tipo aquel y volvió a dedicarme otro buen rato.

Le recordé la ducha y ella subió a asearse mientras yo la esperaba en el patio. Quince minutos después apareció de nuevo, esta vez con un vestido ligero y el pelo recogido en una coleta. Era una chica preciosa, pensé, pero me entristeció profundamente recordar que, como todas las demás cosas que suceden durante el viaje, terminaría en un idealizado recuerdo y ya está. Íbamos en direcciones opuestas y ambos con pocas ganas de cambiar el rumbo, así que aceptamos que debía ser así.

Todo lo que ocurrió después, lo que pensé y lo que no hice al final pertenece, bien al terreno de lo personal, bien a la lista de momentos del viaje para olvidar. Nos dimos un beso y un largo y cálido abrazo, me subí a la bicicleta, me dejé caer calle abajo y no escribiré más sobre el asunto porque no quiero encontrar palabras equilibradas para convertirlo en episodio.

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Publicado en diario iberica 2019