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Una isla vacía

Una autovía aniquiló a los pueblos que sobrevivían del paso de aquéllos que toman café y bollos envueltos en plástico por las mañanas, bocadillos de tortilla a media tarde y de los que beben licor a última hora del día para ahogar la amargura de vivir en un desierto de recuerdos.

Escucho los gruñidos de minúsculos pastores rompiendo el zumbido del tráfico, viejos rodeados de rebaños mugrientos tras una verja que nunca atraviesan. En el más allá de los cuatro carriles, el verde de los campos cultivados en cooperativa parece burlarse de la tierra rajada por el sol del más acá. Los arcenes acumulan todo un universo gris: papeles, plásticos, cedés que reflejan los rayos del sol para cegar al caminante, botellas rellenas de orín, latas oxidadas, pedazos de caucho, un zapato retorcido sepultado en la costra de barro, cadáveres de animales …

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En este pueblo, que no es más que un alineamiento de casas apretujadas entre sí a ambos lados de una carretera de tercera llena de baches y pegotes de barro secos, parece no vivir nadie. El caminante entra en el único bar en medio del páramo ardiente. Una puerta pintada en color marrón oscuro, con cristal partido, impide que se cuele el polvo que levantan las lenguas de calor que recorren la calle.

Huele a humedad. En una pared la imagen de una virgen patrona; a su lado otra, que no es virgen y parece una matrona, ofrece argumentos desde el final de los ochenta. Encima de ella un papelito clavado en la pared anuncia la venta de un tractor pequeño y de la misma escarpia cuelga un racimo de llaves. Dos mesas desvencijadas, sillas de formica y banquetas con asiento de rafia ordenan el vacío alrededor de una estufa que ahora, en verano, permanece apagada.

Nadie en la sala. El caminante se acerca en silencio a la barra contando las baldosas del suelo y aparca su mochila en el suelo. Saca el paquete de tabaco del bolsillo del pantalón y de él un librito. Toma un papel y guarda los demás. Seguido, extiende un pellizco de tabaco recalentado encima y lo distribuye ceremoniosamente dentro de un pasado de hace más de treinta años. Enciende el cigarro, aspira una primera bocanada profunda y se apoya en la barra hasta que su visión se acomoda a la oscuridad.

Afuera el sol ciega. Adentro sólo se ve de él un rectángulo incandescente en la mitad superior de la puerta. Hace un fresco de bodega muy reconfortante. El caminante se asoma al cristal y ve pasar por el otro lado de la calle un perro con el rabo levantado.

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Otro perro, raquítico, se asoma al salón al son pausado de sus uñas contra el suelo. Se detiene y observa el momento sin interés durante unos segundos, se acerca a la puerta olisqueando el calor que se filtra por las ranuras y desaparece detrás del mostrador. Al pasar roza con el rabo la cortina de plástico recogida en la jamba.

Se escucha un arrastrar de pies cansino, el caminante se vuelve hacia el sonido. Una mujer permanece en pie, quieta, mirándole fijamente. Él saluda y pide un refresco, que la mujer le sirve sin decir una sola palabra y sin hielo.

Sonido de cadenas campaneando con los baches de la carretera. El motor de un tractor retumba en el adobe de la única calle de este pueblo, que es un número pequeño de casas alineadas a ambos lados de una carretera desgastada por la que ha llegado el caminante y por la que no pasa nada ni nadie, excepto el mismo perro, que ahora trota en el sentido contrario y con la lengua fuera, tras el remolque.

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Publicado en De Toro a Toro