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¿Y después qué?

«Proyecto» es ilusión fermentada desde que recorría el país en el asiento de atrás de furgonetas que apestaban a aceite de motor o en un coche destartalado que costó muy poco dinero, escrutando a derecha e izquierda tras las ventanillas y con la mente puesta en el horizonte, dispuesto a detenerme donde fuera para registrar un momento con la cámara.

Con veinte años todo son intenciones, el cuerpo las pide y las aguanta. La impaciencia es virtud y combustible para el motor de la creatividad que no cesa de bombear adrenalina día tras día. Esbozos a vuelapluma en cuadernos de baratillo, anotaciones breves, reseñas y esquemas incomprensibles infestan aquellas páginas escritas en la estación de algún pueblo o en el asiento de atrás de un autobús, embriagado el espíritu de aventura e inspirado por la obra de otros con los que uno compadrea sin haber conocido nunca.

A la vuelta, los recuerdos se archivan formando parte de una infinita memoria, un sinfín de datos mezclados conforman una historia plagada de aciertos y desatinos. La vida pasa como un teatro de verdades e invenciones, ofreciendo una perspectiva cada día más global y especular. El tiempo amontona momentos —algunos difusos— tentándote a olvidar el camino, aplastando el poder de las ilusiones. De repente caes en la cuenta de que ya no tienes veinte años, y dosificas los estados de euforia intentando atenuar las revoluciones personales, buscas inconscientemente la comodidad en tus miedos. Uno se mira en el espejo y no se reconoce, se ve en una fotografía y recuerda sin certeza si todo aquello existió o fue sólo un sueño, un yo como un personaje de película. Se piensa uno caminando bajo el calor implacable, con la piel enrojecida por el sol, tumbado en el suelo acechando a una imagen como los cazadores a sus presas, ansiando cambiar algo en su propio mundo. Despierta de su ensoñación con el mismo rostro delante, la barba canosa y los ojos opacos, con el cerebro lleno de ideas revueltas con recuerdos y con mil responsabilidades adquiridas que justifica como madurez, pronunciando la frase que más llega a odiar: así es la vida.

Como un autómata me dirigí al cajón en donde guardaba algunos cuadernos. Resulta que, a pesar de todo y del tiempo, he estado acompañándome de ellos allá donde he ido, mi historia se escribe con esos renglones, mi vehemencia se fundamenta en todas aquellas notas y en el inconformismo, y me importa poco la calidad que las palabras puedan tener, porque siempre serán acertadas, incluso en sus errores. Al final se escribe la vida en cualquier lugar, es sólo para tomar conciencia de ella y gobernarla o para alejarse de ella si las circunstancias le asaltan a uno a traición.

Fíjese cada uno en el rictus que adopta en el preciso momento de la toma de conciencia, analícese en profundidad desmenuzando sentimientos uno por uno, agrégueles vida propia, como a un pedazo de carne con alma y razón, como proyección de los anhelos. Eso es uno mismo, atrévase, reconózcase sin miedo: es usted.

Yo me reconocí tras una sonrisa condescendiente, dándome palmadas en la espalda. Escuché mi propia voz de ánimo retándome a ser yo mismo una vez más. Me juré no tener miedo, no me iba a quedar otra y que ésa era la única vida que había elegido para mí. Sonreí mientras la hojeaba por fascículos tan honestos como desconcertantes. Cuarenta años resumidos en algunos cuadernos enmarañados me estaban desvelando un camino en cuyo inicio pude leer con toda nitidez mi nombre.

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Publicado en Notas