Aunque el sol le queme la piel, yo veía en sus marcas algo sexy, algo suyo. Lo difícil —el calor, el polvo, el cansancio— se vuelve belleza cuando se recorre junto a alguien que se ama.
El calor no es sólo temperatura, también es presencia, peso y frontera. A veces parece más que una condición física; parece un juicio. El sol ardiendo en la piel, la arena reflejando luz como si fuera un espejo cruel o el aire quieto que no refresca sino que sofoca. Todo eso, en soledad, es hostilidad. El cuerpo se agota, el ánimo se rinde, el paisaje se convierte en un enemigo.
En aquellos días aprendí que incluso lo insoportable puede transformarse, que el calor compartido se convierte en un secreto. Lo que antes era un castigo ahora se vuelve complicidad: una gota de sudor resbalando por mi cuello ya no era incomodidad, era un trazo de deseo. El enrojecimiento de la piel no era advertencia, sino belleza. Aprendí a ver lo difícil con otros ojos. El cuerpo bajo el sol era un signo, un mensaje íntimo; el calor ya no estaba fuera, sino dentro, ardiendo entre nosotros.
El calor compartido se vuelve metáfora del amor: ambos queman, fatigan y dejan huella. En soledad, esa intensidad abrasa; con alguien, esa misma intensidad se vuelve un vínculo. Lo que parecía insoportable se convertía en pertenencia. No era sólo resistir al sol, era resistir juntos, y en esa resistencia compartida estaba el gozo secreto.
La marca del sol en la piel es también escritura. Una escritura efímera que dura horas o días, pero que señala que estuvimos allí, juntos, bajo la misma luz implacable. El calor “tatuaba” nuestros cuerpos con la certeza de un instante irrepetible y, quizá por eso, lo amábamos, porque sabíamos que esas marcas iban a desaparecer, que eran testimonio frágil, como tantas cosas que después se perderían.
Algunos escritores han hablado de la hostilidad del calor como una frontera vital. Pavese, por ejemplo, veía en el verano una estación de pruebas, una travesía que desgasta y transforma. García Márquez convirtió el calor húmedo del Caribe en un escenario donde el deseo y el sufrimiento se confunden, donde el bochorno es a la vez sensualidad y condena. Nosotros lo vivimos en el desierto: un calor que era árido, seco, pero que tenía también esa doble condición. Dolor y belleza al mismo tiempo.
Ahora lo comprendo: lo insoportable no desaparece, pero cambia de signo cuando alguien lo comparte contigo. Como el peso de la vida, como las heridas del tiempo. El calor, con ella a mi lado, fue un cómplice. Fue la confirmación de que incluso en lo que más duele, se puede encontrar belleza; que incluso lo hostil puede ser amado si es atravesado en compañía.
El amor, entonces, era atravesar juntos lo que quema.
—En Sástago, a 31 de julio de 2025