La Felicidad es como un gato, distante, huidiza, seductora y siempre inesperada. Te observa desde su atalaya y te sigue con su mirada estudiando cada uno de tus movimientos. Cuando quiere se acerca a ti, se restriega contra tu pierna, te pide que le rasques la barbilla y también la frente, entre las orejas. Cuando lo decide, sin que tú sepas por qué y sin que lo puedas evitar, el gato te abandona y sigue su camino con ademanes, incluso, de desprecio. ¿Quién entiende las decisiones de un gato? Sin embargo ahí sigue, igual de salvaje y libre que ha sido siempre, viviendo en nuestros hogares. Un gato convive contigo, pero no es tuyo, un gato jamás se deja pertenecer.
En mis disquisiciones ciclísticas hay más espacio para Dios que para la Felicidad, y no porque en la intrincada red de recorridos que he realizado por la Península Ibérica incluya unas cuantas rutas de peregrinación.
De todas ellas sólo una he realizado con un cierto fervor creyente, la que Íñigo de Loyola realizó en su camino a Jerusalén con escala en Roma allá por febrero de 1522 y en la cual se entretuvo escribiendo unos ejercicios para poner cachas el espíritu. Sí, si quieres verlo así, soy un poco devoto de Íñigo como, creo recordar, lo era mi madre. En paz descansen ambos.
Sin embargo, tengo fotografiados más momentos que para mí supusieron plenitud que portadas o perfiles de catedrales y edificios sacros. Sólo un par de ellas: mi bicicleta delante del santuario de Loyola, en Azpeitia, donde me emocioné bastante y, probablemente, otra delante de la cueva en donde durante un tiempo Íñigo habitó en Manresa.
Digo que no recuerdo bien porque al llegar allí, después de un mes pedaleando, sufrí un leve ataque de ira contra el necio que se negó a dejar constancia de que yo, Ignacio, también Íñigo, había pasado por allí. Él acababa de terminar su jornada y, ya saben, un funcionario, quizá ni siquiera eso, no regala un solo segundo si no es a cambio de un derecho más o de un incremento en el salario, y yo no lo tengo dinero ni se lo daría. No sé si tengo fotografías de ese lugar porque quizá no quise que aquel lugar de culto manchado por la mercantilización destructora del turismo apareciese como recuerdo en mi reportaje.
En cualquier caso, dio igual porque, a pesar del disgusto, un gato se restregaba contra mi pierna y contra una de las maletas de mis bicicleta. Esa noche, durante un diálogo con ella —mi madre— volví a emocionarme porque, de alguna forma extraña y dulce, Dios había entrado en mi propósito aquel día, y lo había hecho quién sabe para qué. No hay ciencia, que nadie se esmere en argumentar en contra, es sentimiento, algo personal e indiscutible.
Creo que nunca he tenido un gato tan cerca excepto cuando Cliff llegó a mi casa en mayo del 93 para recordarme siempre, y aún hoy, mi libertad. Aquel gato que compré a una chica de Majadahonda por quinientas pesetas durmió a mi lado cada noche durante cinco años, y así fue hasta que el miedo me hizo agarrarme a la seguridad de una nómina de mierda y renunciar —con el tiempo me he dado cuenta que sólo de forma temporal— a mi proyecto de vida. Pero en el camino, que es lo que me importa, Cliff se fue. Poco después de irse, quizá por algún tipo de deuda moral con él, me despedí del único trabajo estable que he tenido en mi vida.
Ya no entra en mis planes otro animal, y si se diera el caso de que sintiese la necesidad de verme acompañado por uno después de aparcar definitivamente mi bicicleta, volvería a ser otro gato y jamás de los jamases un perro, símbolo de la sumisión más absoluta. Yo soy rebelde porque yo, no el mundo, me he hecho así.
La felicidad, como concepto y hasta el día de hoy, no ha guiado uno solo de mis propósitos. De hecho, genera dentro de mí un sentimiento de rechazo que está enraizado en lo más profundo de mi espíritu. Para mí no existe nada más líquido y opaco que la felicidad, es la máxima expresión de lo relativo, un concepto tan débil y efímero que su persistencia y la costumbre lo desdibujan convirtiéndolo en habitual y yo, que soy rebelde porque así me he construido, tengo como preferencia detestar lo común y lo vulgar tanto como lo correcto.
Miriam, un ciberamor que me escribía desde Argentina y que también estoy seguro de que descansa en paz, vivió varios años en mi vida. Me describió un día como un gato sin reprocharme, más bien subrayando el hecho y la simpatía con que lo acogía, que fuese y viniese cuando a mí me apetecía. Era una mujer, y preciosa, por cierto, que me acariciaba como a un gato, quizá porque mi cercanía le producía esa sensación que nadie sabe describir con precisión. Si yo estaba lejos —nos separaban miles de kilómetros y unas circunstancias personales complicadas— un correo electrónico hacía las veces de llamada y yo, si se me pasaba por las partes delicadas, acudía a su calor hasta que sus mimos se me hacían insoportables. Entonces desaparecía un par de semanas o tres hasta una nueva llamada.
Yo creo que siempre echaré de menos a Miriam como echo de menos a Cliff, a mi madre y, de una forma parecida, aunque diferente, como echaré un día de menos a la carretera, que es la línea que une los lugares en los que, cada vez más a menudo, necesito restregar mi lomo.
Los comentarios están cerrados.