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Cuadernos de viaje (siempre borrador)

Todo viaje, en su principio, se idealiza; en la segunda fase, durante su desarrollo, el artista se deja capturar por cada detalle de la realidad que pasa ante sus ojos. Una vez que el viaje se aleja en el tiempo, éste se literaturiza idealizándose nuevamente, aunque esta vez desde la perspectiva de lo que el viajero ya ha vivido.

Una vez me pensé como el caminante que hilvanaba pueblos con un morral a la espalda, pronunciando lentamente los nombres de las aldeas que iba dejando atrás, aprendiendo de mis propios pasos cada día, dormitando bajo encinas en las horas más asfixiantes, bebiendo el agua fresca del botijo de algún paisano y paseando por las tórridas calles encaladas de docenas de villas en La Mancha. Me estrené caminando hacia Segovia, bajé hacia Ciudad Real y en Toledo terminé empapado. En Guadalajara supe lo que de verdad era pasar frío, tiritando toda una noche bajo el cielo raso, despertar y romper el hielo que cubría el saco. En Soria navegué el cielo subido en una nube un día de primavera, en Cuenca y Albacete anduve cientos de kilómetros por La Mancha más vacía y más plana que jamás pude imaginar. Después, como si fuera el destino del nómada, regresaba a casa.

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Pasaron los meses y era el pastor que había salido a recoger un rebaño que la tormenta había desperdigado por toda la geografía. A ratos cazador, olisqueaba en el viento la dirección que seguir, dormí bajo las estrellas y sólo regresé cuando tenía las manos llenas. En primavera construí dormitorios entre las flores y, sudando a todas horas, redeado de mosquitos cuando fue verano; en otoño me bañé en un río y en invierno perseguí el sol en las plazas para comer el bocadillo del día. Mientras tanto, la carretera escribió su utopía en el horizonte.

Los días largos avanzas más, pero llegas con las piernas verdaderamente cansadas. Setenta kilómetros por jornada te hace sentir muy fuerte, imparable con tu mochila a la espalda, y caminas con la sonrisa en la cara porque sabes que estás en tu lugar y quieres más, la carretera te posee y las distancias no son ningún problema para ti.

Alguna noche bebí demasiado con los agricultores en algún tugurio de no sé dónde, cené con camioneros o me escondí al fondo de una calle para cocinar una lata de judías. Era un hobo, un vagabundo, un nostálgico escribiendo un diario.

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Cuando llené el primero, releyéndolo reconocí que el suelo que piso es duro y polvoriento, me sentí extranjero las veinticuatro horas de cada día y aprendí que la gente tiene miedo. Continuamente observé miradas de desconfianza a mi paso. Algunos me pidieron historias, se sentaron a mi lado y me ofrecieron un cigarro, pero los demás…

Sumando kilómetros y experiencias vas escribiendo más libros en tu memoria. El nómada tan sólo aparece ya en algunos párrafos y únicamente los días en que le asfixia la nostalgia. De eso me dí cuenta mucho tiempo después. En realidad, estaba persiguiendo los mismos asuntos que al principio, pero también otros atraparon mi atención y me entregué sin resistencia a ellos ofreciéndoles toda mi pasión. Pasados tres, cuatro o cinco años me sentí un poco más lejos del pasado, reconocí el desarraigo y confié en el arte como único futuro. Era un yonqui que necesitaba seguir jugando.

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Un día tienes que interrumpir tus pasos porque la vida se ha llevado a tus padres, y cuando vuelves a pisar el suelo ya no eres el mismo, no eres el que un día lejano cruzó la ciudad con sus botas y la mochila al hombro. Eres otro, algo ha cambiado y la conciencia empieza a tener importancia.

Ya no persigo más animales mitológicos, ahora busco paisajes donde poder lavar la ropa sucia del alma, busco un arroyo que baja por la ladera dando volteretas de piedra en piedra.

Oigo el tintineo que me recuerda lo que tengo dentro: un inmenso vacío aún por llenar. Y una vez más me reconozco en la primera casilla del tablero, en medio de esa estepa, con los dados en la mano y sin saber qué hacer.

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Es un juego diabólico, ahora me inquieta cuándo y cómo terminar un diario, saber cómo se cierra un círculo para que nada se escape y no haga falta volver. En un solo parpadeo aprendes que viajar no sólo es cambiar de olor.

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Cada puerta cerrada es el umbral a otro mundo, una pregunta y el misterio de una respuesta oculta, pero también un posible peligro de derrumbe.

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Cada puerta abierta exhibe el vacío de cuando se escapa la vida y lo que los ladrones que saquean el recuerdo olvidaron.

Después llegan las arañas con sus complejas trampas, el polvo del olvido y el momento de devolver el tiempo a la eternidad; llega la hora de renacer, el punto cero donde los momentos se disuelven gota a gota en el océano de la existencia.

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Publicado en Notas