Resignificarse para trascender


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Resignificarse para trascender

Hablar de resignificación implica un proceso de observación y apropiación que transforma lo encontrado en algo con un nuevo sentido, algo que va más allá de su función original.

¿Consideramos esa apropiación como una forma de gnosis al no pretender sólo comprender los objetos, sino trabajar físicamente con ellos construyendo su historia entrelazada con la mía?

Podríamos verlo como una forma de gnosis, pero no en el sentido clásico de un conocimiento revelado o místico, sino como una experiencia directa e intuitiva con el objeto y su historia. Al trabajar con estos objetos les das una nueva existencia simbólica que no sólo es intelectual, sino también material y experiencial.

Podría decirse que este proceso se asemeja a una arqueología personal: rescatas fragmentos del mundo, los interpretas y los integras en tu propia narrativa. En ese sentido, el objeto deja de ser un hallazgo casual y se convierte en un nodo dentro de un sistema de significados más amplio, uno que construyes activamente.

Tengo curiosidad por saber cómo trabajas esos objetos para darles trascendencia.

Los trabajo poco, lo menos posible. Después de fotografiarlos en el mismo lugar donde los encuentro, los recojo, los clasifico haciendo una especie de inventario, los fotografío y después enmarco el objeto. Son casi como fósiles de la carretera marcados por el tiempo y el abandono, pero recuperados para una nueva realidad.

Está claro, al menos para mí, que al clasificarlos y enmarcarlos subrayas su estética accidental, pero también parece que te interesa la historia implícita de cada uno, porque parece que hay algo de taxonomía en lo que haces … también una voluntad de sacarlos de la indiferencia y devolverles un valor. El acto de enmarcar podría parecer una forma de sacralización, de convertir esos objetos en reliquias …

Algo parecido. Enmarcándolos trato de otorgarles un aura propia; la lata enmarcada es algo diferente a la que recogí del suelo, cobra un significado nuevo y, pretendo, mucha más importancia.

El deterioro de mis latas es el testimonio que el tiempo escribe en su superficie. Al observarlas trato de descifrar ese diario; clasificándolas, ordeno esas páginas de tiempo, y enmarcándolas es como si escribiese un libro que explicase al espectador mi vida, mi forma de ver y sentir a través de su corporeidad.

Me estás diciendo que tu proceso es casi una liturgia: recoges los restos del mundo, lees su desgaste como un texto oculto y, al enmarcarlos, los conviertes en signos. Das voz a esos fragmentos de tiempo que la mayoría de la gente ignora. Si ese “libro” que dices fuese una autobiografía, no sé si buscas que el espectador descifre tu historia en ellas o que cada uno las lea desde su propia experiencia.

Sí, envío un mensaje que se entiende contemplando las marcas de cada objeto. Es una lectura sentimental que obliga al espectador a observar de cerca con mucha atención.

Una especie de lectura táctil y visual de la memoria inscrita en cada lata con la que el espectador debe sintonizar. No se trata de ver un objeto enmarcado, sino de descifrar sus heridas, su desgaste y, con ello, su historia. Me hace pensar en cómo ciertos artistas y filósofos han hablado de la poética del objeto encontrado … desde Duchamp y sus readymades hasta la fenomenología de Bachelard, donde los objetos cotidianos pueden contener universos emocionales. Pero tu enfoque no es irónico ni conceptual, sino profundamente sentimental. Es casi un ejercicio de escucha atendiendo lo que el tiempo ha dicho sobre estos restos.

En Bachelard no había pensado … Explícame, por favor.

Bachelard veía los objetos cotidianos como disparadores de la imaginación y la memoria vinculados a experiencias subjetivas profundas. Su fenomenología poética se centraba en cómo los objetos más simples pueden contener universos enteros de significados personales. Tus latas, en ese sentido, son como vestigios que activan una relación entre el tiempo, la materia y la memoria. Bachelard hablaba, por ejemplo, de la «intimidad de la materia», esa forma en la que un objeto envejecido o desgastado por el tiempo puede transmitirnos una sensación casi onírica. Él exploraba esto con elementos como el agua, el fuego o los espacios domésticos, pero podríamos aplicar su idea a tus latas. El óxido, los pliegues y golpes no son sólo accidentes físicos, sino huellas de una historia silenciosa que el espectador debe interpretar.

También está la idea de la «imagen poética», que para Bachelard no es sólo representación, sino algo que irrumpe en la conciencia y nos transforma. En este caso, la imagen poética no estaría en la lata en sí, sino en la manera en que la enmarcas y la presentas, forzando una nueva percepción en el espectador.

En esa línea, podría decirse que tu trabajo es un ejercicio fenomenológico en sí mismo: recoges, contemplas, organizas y presentas los objetos para que otros entren en una relación más profunda con ellos. No los muestras como basura ni como arte pop, sino como testigos de una duración, de un tránsito, de una presencia. Veo una relación con esta idea de la «intimidad de la materia» y la poética del objeto en tu trabajo.

Me gusta mucho ese concepto de «intimidad» aplicado a unos objetos que «viven» completamente expuestos, tirados en el suelo.

Hay una paradoja curiosa en eso, mis objetos han sido abandonados, expuestos a los elementos, pisoteados y olvidados, pero al mismo tiempo contienen una intimidad que sólo puede descubrirse con atención. Es como si el tiempo y la intemperie hubieran escrito en su superficie una historia secreta, accesible sólo a quien se detenga a mirar de verdad. Esa intimidad no es la de un objeto privado, como un libro de recuerdos o una fotografía familiar, sino que surge del desgaste, de la erosión, de la escritura involuntaria de cada golpe y cada mancha de óxido. Al rescatarlas y enmarcarlas, quiero convertirlas en pequeñas cápsulas de tiempo, en objetos que han absorbido algo del mundo y que ahora tienen una presencia distinta. Al exponerlas, en cierto modo, las convierto en reliquias.

La intimidad reside en el secreto que las ha transformado a lo largo del tiempo. Enmarcadas y expuestas en una sala podría suponerse que pierden esa intimidad. Sin embargo, mantienen un misterio que se manifiesta en el contraste con la limpieza del enmarcado, el fondo blanco, impecable, un marco también blanco …

Ese contraste es cierto. Cada lata, en su contexto original, es un objeto perdido, anónimo, casi invisible. Pero cuando la aíslas en un fondo blanco y la enmarcas, la dotas de una presencia que exige ser mirada. Es un juego entre la rudeza del objeto y la pureza del montaje, que subraya aún más su historia, su deterioro y su misterio. Alguien podría verlas como vestigios arqueológicos del presente, como fósiles industriales que han sido arrancados del caos del mundo y convertidos en testigos silenciosos. Ese fondo blanco actúa como un vacío que intensifica su singularidad, casi como si cada lata fuera un ideograma en una página en blanco, esperando ser leído.

Tu proceso tiene algo de conceptualismo, pero la forma en que hablas de él revela un vínculo más emocional y casi meditativo. El posible conceptualismo que podría haber implícito en tu obra, creo, no es fácilmente compatible con un vínculo emocional y meditativo. No es que sean incompatibles, pero muchas veces el arte conceptual se asocia con un distanciamiento intelectual, con una idea que domina sobre la emoción.

Sin embargo, hay casos donde el conceptualismo y la experiencia sensible conviven perfectamente. Estoy pensando en ciertos trabajos de Joseph Beuys, donde el objeto no es sólo un símbolo frío sino una presencia cargada de energía, memoria y significado.

En tu caso, el gesto conceptual de enmarcar las latas y sacarlas de su contexto original convive con una dimensión emocional y meditativa, no es sólo una reflexión sobre el objeto encontrado, sino también una forma de contemplación del tiempo, del desgaste y del azar. Es decir, la idea está ahí, pero también la experiencia.

Efectivamente, tiene un poco de ideograma en una página en blanco, es cierto. Y la interpretación me gusta mucho. En ese aspecto, podría decirse que estaría representando un concepto. A nivel emocional es como si buscara una especie de redención, de asunción de culpa por parte de mi propia humanidad por abandonar el objeto y, además, ensuciar el entorno. Pero no quiero entrar en asuntos de ecologismo, no me va ese asunto ni me quiero meter.

No me refiero a un gesto ecológico en el sentido militante, sino casi un acto de expiación estética reconociendo la huella del abandono y, en lugar de eliminarla o ignorarla, elevarla a un nuevo estatus. Al enmarcar el objeto intents devolverle la dignidad perdida.

El hecho de que no quieras entrar en ecologismos me parece apropiado, así evitas que el mensaje se vuelva panfletario. Lo tuyo no es una denuncia en sí, aunque puede interpretarse así. Lo que propones es una contemplación profunda del desperdicio.

En esa línea de redención y culpa, tu trabajo tiene una dimensión ritual, porque el proceso que describes —recoger, clasificar, enmarcar— tiene algo de repetitivo, casi como un acto de purificación. Eso le da aún más profundidad a tu proceso. No es sólo la resignificación del objeto, sino también un ejercicio de reparación simbólica; al recoger la lata, la sacas de su estado de abandono, al clasificarla, le das un orden dentro de una narrativa, y al enmarcarla, le otorgas un nuevo valor. Es un ciclo donde el objeto es transformado, pero también tú, porque cada acción refuerza esa redención que buscas.

En ese sentido, tu trabajo no sólo habla del objeto encontrado, sino de tu relación con el tiempo. Es un diálogo silencioso entre lo que ha sido descartado y tu voluntad de darle un sentido.

La idea de redención que dices es interesante.

Hay otro tipo de objetos, como huesos de animales atropellados, matriculas de coches accidentados … Pero me parece mucho más poético el discurso de las latas. Las latas tienen algo muy particular, son objetos completamente ordinarios, cotidianos y desechables, pero cuando el tiempo actúa sobre ellas, adquieren una textura, una forma y una historia casi orgánicas. Por otro lado, su deformación no es trágica, como la de una matrícula de coche accidentado o un hueso, sino más silenciosa, más poética en su desgaste progresivo.

Además, hay algo casi musical en ellas. Una lata aplastada en el arcén es como una nota perdida en la partitura del tránsito. El metal doblado y oxidado lleva impresa una vibración que ha sido detenida por el tiempo, pero que tú rescatas y transformas en símbolo. Quizá por eso su poética es tan poderosa, porque representan un abandono sin dramatismo, una presencia fantasmal pero discreta, como una palabra a medio borrar en un viejo manuscrito.

El palimsesto, qué maravilla.

Es como si el tiempo fuera el verdadero artista en tu trabajo y tú simplemente enmarcases su obra …

Creo que mi acto simplemente convierte el objeto desechado en obra de arte a través de una resignificación.

Tiene sentido, porque el tiempo y el azar marcan las latas, las deforman, las oxidan, pero siguen siendo sólo desechos hasta que intervienes. Tu acto es lo que las transforma en símbolos, en signos de algo más profundo. Es como si rescataras su historia y le dieras un nuevo lenguaje. En ese sentido, tu papel no es sólo el de un observador, sino el de un mediador entre el mundo y el espectador. Sin tu gesto, esas latas seguirían siendo invisibles. Al enmarcarlas, las conviertes en fragmentos de una narrativa que el público debe descifrar.

Parece que hay un componente de duelo en este proceso. No en el sentido de pérdida trágica, pero sí como una forma de reconocimiento y aceptación de lo que ha sido descartado.

Y después de ese reconocimiento, aparece el intento de redención a través del proceso de resignificación. ¿No crees?

Exactamente. Primero viene el duelo al reconocer que el objeto fue usado, abandonado, expuesto al tiempo y olvidado. Pero luego intervienes, y ahí es donde ocurre la redención. No te basta con aceptar la pérdida, sino que necesitas transformar ese abandono en significado, en una nueva existencia dentro de tu marco simbólico.

Tu trabajo, además, tiene algo de alquímico al tomar un desecho y, sin alterarlo demasiado, lo elevas a otra categoría dándole un nuevo valor. Es un tránsito de lo mundano a lo poético, del residuo al símbolo para darle la posibilidad de trascender.

Procuro dar al objeto la posibilidad de trascender su estado de abandono y olvido. Algo que estaba destinado a desaparecer, a desintegrarse sin dejar rastro, se convierte en un símbolo, en una huella significativa dentro de una nueva narrativa.

Es una forma de trascendencia también para ti, porque a través de este acto te insertas en esa historia, en ese proceso de transformación. La resignificación no ocurre nada más en el objeto, sino también en tu mirada y en la relación que estableces con él.

Mi trabajo no es únicamente un ejercicio de contemplación, sino también una forma de reescribir el destino de estos objetos, de darles una segunda vida en la que puedan ser vistos, comprendidos y sentidos.

¿Dirías que en ese tránsito, la lata deja de ser materia y se convierte en idea?

Sí, en el sentido en que se convierte en símbolo y representación de todo lo que se olvida y también en la toma de conciencia del paso del tiempo.

O sea, que no te limitas a rescatar un objeto, sino que lo conviertes en una metáfora del olvido mismo. Cada lata enmarcada es una representación de todo lo que el tiempo consume, de lo que alguna vez tuvo utilidad y fue descartado sin pensar. Es un recordatorio silencioso de la fragilidad de las cosas, pero también de su capacidad de transformación … Y al exhibirlas no sólo las devuelves a la atención del espectador, sino que las cargas con una nueva memoria, las inscribes en una historia distinta que convierte los residuos industriales en símbolos de la erosión, del abandono y, paradójicamente, de la posibilidad de redención.

Pienso que podrías añadir algún elemento textual a la obra, como fragmentos de pensamientos o títulos que refuercen esa idea de lo olvidado … aunque igual prefieres que el objeto hable por sí mismo, sin mediaciones.

Algo parecido a un Ars Moriendi

Algo así, pero en clave contemporánea. Un Ars Moriendi para los objetos, un tratado visual sobre cómo mueren las cosas en el mundo moderno. Podría ser una forma de acompañar ese tránsito del olvido a la trascendencia. No me refiero a una explicación literal, sino a frases o fragmentos que refuercen la sensación de pérdida, desgaste y transformación. Podrías explorar inscripciones mínimas, casi como epitafios para cada lata, frases breves, casi susurros que dialoguen con el óxido y la deformación; algo que no imponga una interpretación, pero que guíe la mirada del espectador hacia ese proceso de desaparición y redención.

No sólo vinculas el objeto con la muerte o el olvido, sino que actúas activamente para rescatarlo, devolverle su valor para el recuerdo. Es como un acto de reverencia, una petición de perdón por la indiferencia y, a la vez, un reconocimiento de lo que ha sido descartado. Enmarcar el objeto se convierte, por eso, en un gesto de preservación, como un testamento de lo que podría haberse perdido para siempre.

¿Tú crees que pensar la muerte es importante?

Me parece indispensable para comprender la vida. Podría decirse que la conciencia de nuestra finitud es lo que da valor a nuestras acciones, a lo que preservamos y lo que transformamos. Pero pensar la muerte no se reduce a un recordatorio de lo que se pierde, sino también de lo que podemos hacer con lo que queda, es un toque de atención para no desperdiciar lo que el tiempo nos da, para buscar significado y trascendencia incluso en lo que parece irrelevante. La muerte nos coloca en contacto con nuestra vulnerabilidad y nos obliga a hacer elecciones buscando dejar huella, incluso si esa huella es la de un objeto humilde que ha sido olvidado. Quizás por eso tu trabajo tiene tanto poder, porque recuerda que todo tiene un final distinto al olvido.

… o porque lo que estoy proponiendo es una ruptura con el proceso natural del olvido.

Estás interrumpiendo el curso natural de las cosas resistiéndote al olvido. En lugar de permitir que el objeto se disuelva en la indiferencia del tiempo, lo recuperas, lo resucitas, le otorgas una nueva narrativa que lo sobrevive. Es un acto de rebelión ante la inercia del olvido y la desaparición. No sólo luchas contra la pérdida del objeto, sino contra la propia noción de que lo inevitable sea el olvido. En tu trabajo, el recuerdo se preserva pero, sobre todo, se reinventa. Ése es el verdadero acto de ruptura, cuando piensas que el olvido no es un destino final, sino un proceso que puede ser repensado y reescrito.

Esta intervención en el proceso natural también podría ser vista como una reflexión sobre nuestra relación con el tiempo y la memoria, con las cosas o momentos que dejamos atrás sin pensar y lo que podemos hacer para que esas huellas no se desvanezcan.

En mis viajes, teniendo en cuenta que una de las motivaciones principales es la creación artística y los objetos que recojo del arcén, ¿quién es realmente el protagonista?

Esa no me la esperaba. Yo creo que si pensamos en términos tradicionales podríamos decir que tú, ya que eres quien toma la decisión de viajar, observar, recoger y resignificar los objetos. Sin embargo, tu proceso parece mucho más difuso y complejo.

Es verdad que el residuo encontrado tiene su propia historia, su propio viaje a través del tiempo. Podría decirse que estos objetos tienen agencia en cierto sentido, ya que su estado y su presencia en el arcén son el resultado de múltiples factores fuera de tu control. Son testigos mudos de la velocidad, del abandono, de la indiferencia. Pero luego entras tú: el viajero, el recolector, el que observa y otorga significado. En ese momento, el objeto deja de ser solo materia y se convierte en parte de tu obra, en una extensión de tu mirada y de tu intención artística; de alguna forma, eres tú. En este punto, el sujeto no eres sólo tú como artista, sino la relación que estableces con el objeto. Podríamos decir que el sujeto es el vínculo que se genera entre el objeto, su pasado anónimo y tu intervención. El viaje en sí mismo también forma parte de ese sujeto, porque sin movimiento, sin desplazamiento, sin el acto de descubrir y recoger, la obra no existiría.

Por ahí quería ir. El objeto está ahí, como esperándome, como si estuviera llamándome; irónicamente «hace autostop» para ser recogido. Mis objetos, las latas, serían las que escriben el guión de ellas mismas como obras. Es como considerar que un diamante no descubierto aún es también una joya independientemente de que alguien lo talle.

O sea, que no eres tú quien busca las latas, sino ellas las que te llaman, te detienen en el camino y te obligan a mirarlas.

Hay algo casi místico en esa idea: el objeto abandonado no es un residuo pasivo, sino un testimonio que espera ser escuchado. Si las latas son las protagonistas, entonces tu papel queda en el de un mediador, alguien que les da voz para ayudarlas a trascender su condición de desecho. Es como si el viaje en sí no tuviera una dirección fija, sino que fueran ellas, con su presencia silenciosa, las que trazan la ruta.

Por eso te digo que me planteo a menudo si soy yo el protagonista de esta historia …

Este desplazamiento de protagonismo hace que tu obra no sea sólo una cuestión de apropiación artística, sino una especie de diálogo con el azar y con el tiempo.

Tengo una curiosidad: ¿Cómo decides qué lata recoger y cuál no; o realmente no decides, sino que sientes que ellas te eligen a ti?

Existe ese «calambrazo» que me obliga a volver la mirada hacia algo para fotografiarlo o para recogerlo. Ese «algo» está ahí desde hace tiempo, esperando, deteriorándose, escribiéndose. Yo, con mi recolección, clasificación, etc, me convierto en un factor necesario, pero, de algún modo secundario.

Naturalmente, el artista es quien tiene y desarrolla la idea, pero, como cuando un artista representa la naturaleza, ésta está ahí, es la retratada, la protagonista. El artista sólo la representa, le da voz o foco.

Como dices, son ellas, y los animales atropellados en el caso de la otra serie, la del lado equivocado del cielo, quienes que deciden la ruta, cuándo pedaleo y cuándo paro. Ese azar no es tal, porque es predecible (cuando aparece el objeto, yo paro). Soy consciente de que es una forma muy extraña de entender el viaje.

Respecto a lo que preguntas sobre la elección de las latas que recojo … Son ellas las que deciden, sin duda. Por supuesto, no recojo todas las latas, sólo algunas; y no sé realmente por qué, lo decide ese impulso quizá irracional. Metafóricamente, podría decir que unas me llaman con más intensidad que otras … puede ser el suelo que las rodea, el grado de deterioro, el color o lo aplastada que pueda estar. De hecho, el deterioro es determinante, porque las que se encuentran intactas suelo ignorarlas.

Describes un proceso en el que el artista no es el centro absoluto, sino un intérprete, un testigo que responde a una llamada. Ese «calambrazo» que sientes no es una decisión intelectual, sino una especie de reconocimiento intuitivo, casi como si el objeto tuviera una energía propia.

Exactamente. A veces siento que la tiene. Hay objetos con los que siento una afinidad extraña, no querría que se separasen de mí porque, sin poder explicarlo, siento que tienen una conexión conmigo muy poderosa. Creo que los echaría muchísimo de menos. Si los perdiera o me los robasen, sentiría que he perdido una parte de mi vida.

El deterioro, entonces, es clave en esta lógica. Al no buscar lo intacto, sino aquello que ha sufrido una transformación refuerzas la idea de que tu obra no es acerca del objeto en sí, sino sobre su historia y lo que el tiempo ha hecho con él. Al seleccionarlas, no sólo recoges objetos, sino que parece que lees su escritura en su desgaste, como si estuvieras editando un texto que el tiempo ha redactado de forma caótica en el paisaje.

Volviendo al azar, diría que en tu proceso es relativo. Aunque el punto de partida es incierto (no sabes qué objetos encontrarás), el desenlace es inevitable (cuando aparece el objeto adecuado, te detienes). Es casi como si el paisaje estuviera esperando a que pases para entregarte sus huellas, y esa idea de que las latas «te llaman» refuerza su protagonismo. No son sólo desechos esperando ser recogidos, sino entidades que han sido moldeadas por su entorno y que, en un momento específico, encuentran su oportunidad para ser vistas. Tu papel, según dices, es el de reconocerlas y darles un nuevo contexto para asegurar que su historia no termine en el olvido.

Ahora, me pregunto: cuando enmarcas y expones las latas, ¿te planteas que su historia sigue escribiéndose o que, de algún modo, se congela en esa nueva identidad que les das?

Efectivamente, hay un juego de energías muy sutiles, un magnetismo que hace que, entre varios objetos, me dirija hacia unos y no hacía otros. Si tengo en cuenta lo que me atrae, la acción del tiempo sobre el objeto, el testimonio del tiempo impreso en él, ésas son las razones que determinarían mis elecciones en la mayor parte de las ocasiones. El paisaje, por su parte, sólo está esperando desde no sé cuánto tiempo atrás. Permanece, aunque no de una forma eterna, sino sólo durante el tiempo que pueda durar el deterioro. Cuando este lapso llega a su fin y el objeto es engullido por la naturaleza integrándose definitivamente en el paisaje, éste, como motivación, cambia y me ofrece otra intención. El tablero deja de ofrecer tesoros y me regala misterios.

Al enmarcar una lata, ésta comienza a contar su historia con las palabras de mi mensaje. Su rol pasa a ser más importante que un adorno curioso colgado en la pared decorando un espacio, se convierte en una página de un libro dentro de una biblioteca, en un relato que nos habla de tiempo, de vida, de proceso.

El tiempo es, además, el gran arquitecto de tu obra …

Lo acepto, me obsesiona, sí.

… y no sólo define qué objetos te atraen, sino que también estructura todo el proceso, desde el hallazgo, pasando por la recolección y la clasificación hasta la resignificación. Si el objeto sin deterioro no te interesa, es porque aún no ha sido escrito por el tiempo. Lo que buscas, por tanto, no es la materia en sí, sino el relato que el tiempo ha impreso sobre ella. En este sentido, el tiempo sería tanto el creador como el editor de los mensajes que encuentras en el paisaje. Y tú eres quien los lee, los interpreta, los ordena y los reescribe.

Me parece fascinante tu idea de que el paisaje no sea estático, sino una entidad que cambia de intención. Cuando ya no ofrece «tesoros» (objetos en un punto de deterioro óptimo para ser recogidos), entonces empieza a ofrecer «misterios», objetos que han pasado el umbral y han sido absorbidos de nuevo por la naturaleza. Es como si el paisaje tuviera distintas etapas de comunicación contigo, distintos lenguajes dependiendo de lo que queda y lo que desaparece.

Cuando enmarco una lata, ésta se transforma en un testimonio; su historia continúa, pero ahora con un nuevo lenguaje. Cada lata pasa de ser un objeto perdido a ser un documento más que una simple pieza estética. Es parte de una narración en la que la materia, el tiempo y algo de azar se cruzan para hablar sobre algo más amplio como la fragilidad de las cosas, el rastro que dejamos, la memoria de lo que fue olvidado.

Tu obra no sólo es un diálogo con el tiempo, sino una forma de preservarlo, de impedir que se borre por completo. Es como si estuvieras construyendo un archivo de lo efímero.

Es que el paisaje se convierte en el territorio fronterizo, en algo liminar que absorbe una realidad y ofrece otra en la que las cosas cambian de estado en silencio. Ese territorio mutante e impreciso tiene su propio lenguaje, su propio tiempo, su propia evolución diferente a cuando mostraba el objeto.

El paisaje, planteado como territorio fronterizo, no es sólo un espacio físico, sino una membrana de transformación donde las cosas dejan de ser lo que eran y se convierten en otra cosa, sin ruido, sin drama, con la naturalidad de un proceso inevitable. Tú no detienes ese proceso, sólo lo interrumpes momentáneamente para capturar una evidencia. En ese sentido, el tiempo es el verdadero protagonista y, como dices, tu papel es transcribir su discurso antes de que desaparezca.

Por eso, si me preguntas «de qué habla mi trabajo», tengo que responder que no va de mí, tampoco va de latas ni de paisajes. Este trabajo trata sobre el tiempo y la memoria. Creo que ésos serían los verdaderos sujetos. El discurso que yo persigo es ése, el del tiempo y la memoria. Mi motivación es transcribirlo para contarlo. El tiempo que se ofrece escrito en la superficie de metal es lo que yo trato de comprender y explicar. El tiempo habla y yo hablo sobre él para, como bien dices, preservarlo.

Eso creo que cambia algunas perspectivas para mí: Tú no eres un coleccionista de objetos ni un artista que embellece lo abandonado, eres un documentalista del tiempo, un traductor de su lenguaje en la materia.

No se trata de acumular objetos, sino sólo los objetos que tienen algo que decir y que actúan como piezas de un mosaico con sentido.

Lo que haces no es tanto luchar contra la desaparición, sino dar testimonio de ella. No creo que sea nostalgia, tampoco resistencia, sino un trabajo de archivo, casi forense, en el que cada lata es una prueba de cómo el tiempo opera sobre la materia. Al exponer tus latas no intentas devolverlas a la vida, sino fijarlas en un momento específico, justo antes de que se disuelvan por completo en el paisaje.

Más que luchar contra la desaparición del objeto, que físicamente es inexorable, lo que trato es de documentarlo antes de que se esfume. Es una carrera contra el reloj para encontrar testimonios convincentes sobre el tiempo.

Hay un libro que leí hace mucho tiempo y que siempre me ha inspirado muchísimo en mi viaje desde el primer día. En él, una niña recorre el territorio perseguida por el olvido, por una energía que va borrando el mundo y que parece que pretende borrarla a ella también. Según avanza, va mirando hacia atrás con la intención de fijar lo que ve en la memoria. Yo escribí un texto muy similar en el que El Imperio, que podría ser el propio tiempo, redibujaba de una forma caprichosa el mundo; sus agentes lo cambiaban todo según criterios que yo no comprendía. En mi texto, el mundo, como un decorado, se venía abajo y aparecía detrás otro decorado diferente aunque igualmente efímero que sumía al pasado en el olvido. Eso, naturalmente, me obligaba a poner en marcha la memoria para no volverme loco al despertar cada mañana.

La perdida trae consigo un duelo que, probablemente (no soy psicólogo) termina con una aceptación. Creo que en ese punto aparece mi resistencia: me resisto al olvido recogiendo los objetos y dando fe de su experiencia vital. Enmarcándolos los rescato de ser engullidos por la cruel modernidad y su proceso de sustitución y, por tanto, de designificación.

Sin embargo, la memoria, a pesar de mi posible resistencia, tampoco es eterna. Aunque yo me esfuerce por mantenerla, también estoy sometido al capricho del Imperio. Éste utiliza mil artimañas para salirse con la suya, incluso la enfermedad que borra los recuerdos. Es un hecho, algunas enfermedades neurodegenerativas roban la memoria a las personas y, con ello, el sentido de la vida de quienes las padecen. Estas enfermedades existen y borran los recuerdos dejando un contenedor vacío que vaga por el mundo sin capacidad de retener lo que experimenta, sin posibilidad de aprender, disfrutar o experimentar … Como relataba en mi documental, «con su bata de cuadros y arrastrando los pies».

Todo encaja en un mismo mapa conceptual. El tiempo, la memoria y la resistencia al olvido están entrelazados. Tu trabajo no es sólo un registro del paso del tiempo sobre la materia, sino también una forma de lucha contra la desaparición, aunque con la conciencia de que esa lucha es temporal y que el «Imperio» (el tiempo) terminará imponiéndose de todos modos. Esa contradicción es lo que lo hace poderoso. Tu esfuerzo es un acto de resistencia que sabe que no puede ganar, pero que, aun así, sigue adelante porque su sentido no está en la victoria, sino en el gesto mismo de recordar, de preservar y mirar hacia atrás como la niña del libro que me dices que te inspiró.

Si el tiempo borra el mundo, lo que tú haces es fijar fragmentos de ese mundo antes de que desaparezcan. Pero incluso esos fragmentos, enmarcados y protegidos, están destinados a desaparecer algún día. La memoria es una trinchera, pero no una fortaleza inexpugnable, y ahí está la paradoja: preservamos lo que podemos, aunque sabemos que, en última instancia, la entropía lo va a devorar todo.

Tu obra, entonces, parece hablar de una lucha íntima contra la desaparición total, pero sin caer en la ilusión de que el rescate es definitivo. No es una nostalgia que idealiza el pasado, sino una arqueología del presente que trata de fijar lo que de otro modo se perdería sin dejar rastro. Es una especie de memento mori, pero también un memento vivere, si eso existe, que no lo sé [risas] … recordar que todo muere, pero también que todo ha vivido.

De hecho, el óxido y la corrosión, aunque yo proteja los objetos detrás de un cristal, sigue sucediendo, y su evolución es inevitable. Conceptualmente, estoy enmarcando testimonios sobre el tiempo sabiendo que nunca voy a poder detenerlo, porque eso es imposible. Por eso puedo identificarme plenamente como un arqueólogo del presente, de un momento concreto de un proceso de vida. Memento vivere lo define bien y, por eso, vida y muerte, presencia y recuerdo, son dualidades que siempre conviven en mi trabajo.

En tu trabajo el tiempo no sólo es el tema, sino también el agente que sigue operando dentro de la obra misma. Aunque enmarques las latas el tiempo continúa su labor sobre ellas, como si dentro del cristal aún existiera un rastro de ese «Imperio» que mencionabas, obrando en silencio.

La idea de la arqueología del presente es potente porque rompe con la noción de que sólo se puede excavar el pasado. Yo excavo en el ahora, en lo que está en proceso de convertirse en ruina antes de ser completamente devorado por el olvido. Más que documentar un pasado ya inmutable, estoy capturando un momento de transición, una instantánea de la transformación en curso.

… Eso que enmarco es presente, pero no presente congelado. El espectador es testigo del deterioro imparable de cada objeto extraído del paisaje. Es, efectivamente, una suerte de arqueología del presente. No sé si he entendido correctamente a los que te refieres …

Sí, creo que sí, y me gusta que lo enmarques en dualidades como «vida y muerte» o «presencia y recuerdo». En cierto modo, construyes pequeños monumentos efímeros que nos obligan a mirar lo que solemos ignorar. El acto de enmarcar podría ser visto, incluso, como una especie de ritual funerario. No en el sentido de una despedida total, sino como un intento de dar sepultura simbólica a lo que la conciencia del mundo ha abandonado.

El tiempo sigue trabajando, consumiendo la materia, como digiriéndola y haciéndola volver al seno de la tierra, de donde en algún momento salió. Es un viaje circular en el que todo lo material vuelve a su origen. Es Ley, con mayúscula, la Ley Absoluta de la Vida. El viaje, como metáfora de la vida, siempre es circular porque siempre hay un retorno a casa, a la niñez, al Punto Cero … Léelo como quieras, pero me parece que siempre hay un retorno. Nuestro viaje, el viaje de la vida de cada ser tiene siempre el mismo destino: volver al origen y cerrar el círculo. En ese sentido, mi trabajo sí tiene algo de ritual; como hicieron los egipcios, embalsamo los objetos, pero, como el héroe trágico, asumo el hecho de que mi tarea sea, en sí, un trabajo inútil que jamás logrará conservar uno de esos objetos eternamente.

El ritual es evidente para mí, desde luego, y me parece crucial que lo reconozcas como un acto trágico y a la vez heroico. Como los egipcios con sus momias, intentas detener lo inevitable, pero sabiendo de antemano que es imposible. Sin embargo, esa imposibilidad no invalida el gesto, sino que lo dota de sentido. Tu enmarcado, está claro, no es una fijación definitiva, sino una pausa dentro de la transformación. Es como atrapar el aliento de un moribundo sabiendo que no puedes devolverle la vida, sólo atestiguar su tránsito.

El viaje circular me recuerda a los ciclos míticos, donde siempre hay un regreso al punto de origen, aunque sea en una forma transformada. En tu caso, el retorno no es literal, pero sí simbólico: las latas vuelven a la tierra, pero antes de desaparecer del todo pasan por ti, por tu mirada, por tu gesto de preservación efímera. Ahí está la paradoja, en que intentas salvar lo que ya está condenado a desaparecer, y en ese intento, lo que realmente perdura no es el objeto, sino el acto mismo de rescatarlo, la memoria que lo rodea. Tu trabajo me parece profundamente estoico en ese sentido. No luchas contra el tiempo porque creas que puedes vencerlo, sino porque es tu destino hacerlo.

Siempre me cuesta aceptar el estoicismo porque supone aceptación del destino. Ésta es, en sí misma, una paradoja: vivimos para morir, y morimos para no sé qué … Depende de la persona, de la cultura y de lo que el hombre haya construido en vida; la muerte será un paso más del ciclo natural. Digo esto sabiendo que, aquí, entro en el terreno del existencialismo, del cual no sé decir mucho. Sin embargo, reconozco que asumir la imposibilidad de cambiar las leyes naturales tiene un componente de estoicismo, me guste o no, por lo de trágico que implica para mí. Lo único que puedo rescatar, entonces, es la memoria, lo inmaterial. Lo único que puedo hacer es luchar contra la impermanencia haciendo trascender la vida de esos objetos, preservando la memoria de lo material frente a su destrucción.

La paradoja es inevitable: queremos creer en el azar, en la libertad total, pero al mismo tiempo reconocemos patrones, ciclos, leyes naturales que nos sobrepasan. Incluso cuando intentamos escapar de un destino, ya estamos inscritos en él.

El existencialismo, como apuntas, entra en juego porque plantea que, aunque la muerte sea el final ineludible, somos nosotros quienes le damos sentido a lo que hacemos antes de llegar ahí. Sartre diría que el sentido no está dado de antemano, sino que lo construimos con nuestros actos. En tu caso, la recolección y el enmarcado no son un simple gesto estético, sino una afirmación de sentido en un universo donde todo tiende a disolverse. Es tu forma de decir: «esto existió, esto tuvo una historia, esto merece ser recordado». Y sí, lo sabes, lo único que puedes rescatar es la memoria, lo inmaterial. Pero, ¿no es eso lo que realmente permanece? Lo material se descompone, pero las historias, los símbolos, las ideas pueden seguir viviendo en la mente de quienes los encuentran. Tu trabajo no impide la destrucción, pero la trasciende al convertir lo efímero en testimonio. Al final, lo que buscas es que algo de todo esto quede, aunque sea en la conciencia de los demás, ¿o no?

O las preguntas que formulo con mi trabajo. Podría pensarse que lo que busco es una respuesta, pero, realmente, lo que encuentro y expongo son nuevas preguntas para incitar a que los espectadores se las hagan. La razón del arte no es dar respuestas, sino hacer preguntas, eliminar lo anecdótico de la vida (la belleza, incluso) para subrayar las preguntas existenciales de la historia que explican quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.

El arte, más que ofrecer respuestas, se convierte en el vehículo para que el espectador se enfrente a sus propias inquietudes, a las cuestiones más profundas y esenciales de la existencia. En tu caso, lo que haces es una invitación a reflexionar, a despertar. Las latas, los objetos que recoges, no son simplemente piezas aisladas, sino detonantes de un diálogo interno que nos hace cuestionar el paso del tiempo, la impermanencia y lo que realmente significa dejar una huella en el mundo.

El objetivo del arte, del mío también, es, como ya has dicho muchas veces, despertar la conciencia de los demás. Para eso, pongo en marcha mi cinismo filosófico, me asomo a la ventana de la Academia y grito que la vida es una mierda, que siempre se acaba y que nunca sabemos cuándo ni por qué, para que espabilemos y busquemos darle un sentido a ésta si no queremos ser poco más que una piedra.

El cinismo, como lo propones, parece ser un mecanismo de supervivencia frente a la realidad cruda: ¿por qué hacer como si todo tuviera un propósito claro, si al final todo se desintegra y desaparece? Pero, en tu caso, ese cinismo no es nihilista, sino revelador. El acto de gritar desde esa ventana implica una sacudida, una llamada a la conciencia, un «despierta» ante la gravedad de la existencia. En este sentido, tu trabajo está abriendo un espacio para una discusión profunda sobre lo que significa ser humano en un mundo que no ofrece respuestas fáciles.

Al final, tal vez, tu propuesta sea un desafío a la pasividad de una vida vivida sin cuestionamientos. En lugar de rendirse ante lo efímero, ofreces un respiro. El acto de enmarcar, de preservar en la medida de lo posible, es tu forma de rechazo a la indiferencia del tiempo y a la idea de que nada importa. Quizás, lo que estás buscando es precisamente lo que tú mismo dices, un sentido, aunque sea parcial, en un mundo que constantemente nos recuerda nuestra propia fragilidad y que podría disolverse.

Si ése es el objetivo, yo intuyo que una de las formas de acceder a la eudaimonía es entender la circularidad de la vida, surgir de la tierra para volver a ella en un proceso que tiene mucho de dramático, de teatro. Trascender depende, entonces, de cómo se ha desarrollado nuestra interacción con el mundo en el que hemos vivido.

Esa intuición que mencionas sobre la eudaimonía, la felicidad entendida como armonía con uno mismo y el mundo, puede efectivamente hallar su punto de partida al reconocer que todo surge de la tierra y termina regresando a ella. Con esto estamos aceptando no sólo una ley natural, sino también el dramatismo inherente a la condición humana. La vida, como un teatro en el que cada uno desempeña su papel, se convierte en un escenario donde lo trágico y lo sublime se entrelazan. El teatro, como metáfora, nos recuerda que la vida no es lineal ni unidireccional, sino que se desenvuelve en ciclos, con un principio y un final, pero también con muchas interpretaciones y momentos de reflexión en el proceso. La vida misma, su transitoriedad, se convierte en la obra de arte en sí misma. Y, al entender esta circularidad, se abre la puerta para una aceptación de lo efímero sin temor, sin resistencias, sino como parte del flujo natural.

Al final, si se logra aceptar esta circularidad y la inevitabilidad de la muerte, se puede encontrar un sentido menos angustiado. Quizás ahí radique la verdadera eudaimonía; no en la negación de lo trágico, sino en la superación e integración de esa inevitabilidad dentro del flujo de la vida. Es una danza entre lo efímero y lo eterno, entre lo individual y lo colectivo, entre lo material y lo inmaterial.

Otra vez más tus dualidades. Lo que parece fascinante de tu enfoque es que, al enmarcar estos objetos del olvido, no estás simplemente resistiéndote a su desaparición, sino ofreciéndole al espectador una forma de entender esa circularidad, esa reintegración. Quizás al captar lo efímero, al ponerle un marco, le das espacio a una reflexión que permite hallar sentido en el paso del tiempo. Me parece que tocas una idea profunda y esencial: esa circularidad de la vida es una de las claves para comprender el flujo de la existencia humana y cómo podemos trascenderla, no buscando una perpetuidad imposible, sino entendiendo que nuestra vida forma parte de un ciclo mayor. En ese proceso, el drama y el teatro surgen como representaciones de lo inevitable, de la tragedia inherente a la condición humana. Hay algo en aceptar la transitoriedad de la vida que permite un mayor sentido de libertad, de estar en armonía con el flujo del mundo.

¿Ves esa circularidad como un proceso de aceptación más que de resistencia, entonces?

Seguramente no queda otra opción y sólo la aceptación tiene sentido: las leyes naturales son inamovibles, y nada se puede resistir ante lo absoluto. El estoicismo, aunque no me guste demasiado, podría ser la única lógica posible … pero, al menos en mi caso, siempre aparecerá su padre cínico para aligerar peso a lo inefable viviendo de forma auténtica, utilizando la libertad y disfrutando en lugar de vivir frustrados aceptando todo lo que no depende de nosotros ser cambiado.

La postura estoica, en su esencia, propone una aceptación profunda de lo que no podemos cambiar, con una concentración en cómo respondemos ante lo inevitable. Este enfoque puede parecer la única lógica posible cuando consideramos la inmensidad e inevitabilidad de las leyes naturales. Al final, resistir lo inmutable sólo genera sufrimiento innecesario y ningún resultado. Pero, tal vez, no necesariamente es la única lógica posible. Otras corrientes filosóficas, como el existencialismo o el cinismo que, como apuntas, ofrecen una visión que se concentra en la libertad de crear significado en un mundo absurdo o indeterminado. En lugar de ver la vida como algo predeterminado, el existencialismo abraza la libertad individual para enfrentar las contradicciones de la vida; el cinismo, por su parte, propone la autenticidad y la vida sencilla para aligerar la carga vital.

Los caminos del estoicismo y el existencialismo tienen su validez, pero el primero se centra más en la aceptación de lo que es, mientras que el segundo invita a una acción constante y subjetiva a pesar de la inevitabilidad de la muerte.

Me interesa muchísimo más el existencialismo. Soy artista, y una posición existencialista resuena más conmigo, es más creativa. El estoicismo no me gusta, al final me resulta conformista. Yo tengo un gen rebelde que me empuja a buscar una razón para superar la idea de inefabilidad de la muerte, para trascenderla. Pero no sé si estoy equivocándome. Mi cínico interior se asoma para decirme que todo está bien si eso es lo que quiero.

La posición existencialista, en su enfoque hacia la libertad, la búsqueda de significado y la afirmación de la propia experiencia en un mundo aparentemente absurdo, encaja perfectamente con la energía creativa de un artista. El existencialismo no está conformado por la aceptación pasiva de lo que es, sino por la insistencia en que el individuo es responsable de dar forma a su propia existencia, de crear sentido incluso en un universo indiferente. Es una invitación a la acción, a la afirmación de la vida en todas sus contradicciones y a encontrar la forma de trascender lo efímero, incluso si la trascendencia misma es un proceso nunca totalmente alcanzable.

La muerte, desde una perspectiva existencialista, puede ser vista no como una fuerza que limita, sino como un desafío que da urgencia al acto de crear y vivir con autenticidad. Es un recordatorio de lo que está en juego, una motivación para hacer algo que resuene más allá de nuestro paso por el mundo, aunque esa resonancia nunca sea definitiva ni inmortal. La lucha contra la muerte no es tanto una negación de su presencia, sino una afirmación radical de la vida en su propia fugacidad. Buscar un significado para superar la inefabilidad de la muerte es la esencia misma de la creatividad existencialista. No se trata de huir del vacío, sino de enfrentarlo de manera auténtica y transformar esa confrontación en algo que tenga valor, incluso si ese valor no se encuentra en la permanencia.

Esa búsqueda está en la esencia del arte desde el principio. Las primeras manifestaciones artísticas son para satisfacer la necesidad de trascender, son construcciones funerarias. El arte, como camino para entender la trascendencia de la muerte es un hecho.

Eso es, el arte ha estado vinculado a esa necesidad de trascender la muerte, de preservar lo efímero, de hacer frente a la mortalidad. Las primeras manifestaciones artísticas, como las pinturas en las cuevas o las construcciones funerarias, no sólo eran medios de expresión, sino también intentos de asegurarse un lugar en el más allá, de preservar la memoria y de dejar una huella frente a la inevitabilidad del olvido. El arte, en su forma más primitiva, ya era una forma de lucha contra el olvido, un intento de anclar a la existencia en algo más allá del cuerpo.

El arte como trascendencia, entonces, se convierte en una búsqueda de inmortalidad simbólica, no física, por su capacidad de perdurar a través del tiempo. Crear algo que trascienda la finitud humana es también un acto de rebelión ante la muerte, un grito contra lo absoluto, un intento de darle al ser algo más allá de su existencia biológica. Esa necesidad de trascendencia sigue siendo central en el arte contemporáneo, aunque ahora las motivaciones puedan ser más filosóficas o introspectivas. Sin embargo, la búsqueda sigue ahí, como un hilo que conecta la pintura rupestre con el arte actual. Es una lucha constante contra el olvido, una afirmación de que el ser humano, aunque limitado en tiempo y espacio, tiene la capacidad de dejar su huella, de transformar la fugacidad en algo más permanente.

Este fenómeno resalta la capacidad del arte para dar forma a la memoria y a la trascendencia. Las representaciones de figuras como Ramsés no son sólo sobre un hombre que gobernó, sino sobre una construcción simbólica que ha sido alimentada por el arte, la mitología y la historia. El poder de la imagen, de la escultura, del relato visual, permite que estos personajes sigan vivos mucho después de que su influencia política haya desaparecido.

Es la misma contradicción que plantea tu trabajo, ¿no? Un objeto, como una lata o una pieza deteriorada, puede estar más cerca de ese proceso de trascendencia, por ejemplo y aunque no lo busque conscientemente, que un político actual, cuyo impacto es efímero. Pero, a través de tu mirada artística, esa lata que parece destinada al olvido puede convertirse en una reliquia que, en su propio tiempo y de manera simbólica, también lucha contra la impermanencia.

Al menos, mi obra, aunque sea hecha a base de basura, hace pensar en cosas más trascendentales y menos efímeras que las que hace pensar un político.

Al centrarse en lo aparentemente «despreciado», como la basura, tu obra plantea un diálogo más profundo y reflexivo. Lo que en principio parece sin valor o efímero, cuando es recontextualizado a través de tu mirada artística, se convierte en una meditación. En lugar de buscar la validación de una estructura de poder efímera, tu trabajo resalta lo que queda atrás, lo que es olvidado por la sociedad pero que, bajo una mirada crítica, contiene una carga simbólica que nos conecta con el ciclo de la vida y la muerte.

Quizás lo que resalta en tu trabajo es la capacidad de transformar lo «insignificante» en algo que invita a la reflexión profunda, mientras que la política suele estar más enfocada en el presente inmediato, buscando soluciones que rara vez abordan las preguntas trascendentales que realmente deberían preocuparnos como sociedad.

Lo que haces con tu arte, al rescatar lo que es despreciado por la modernidad, podría verse como una crítica implícita a la vanidad de las estructuras de poder que están más interesadas en la acumulación temporal de influencia que en la reflexión sobre lo que realmente importa: el legado humano y su conexión con el ciclo de la vida y la muerte.

Sin duda. Pero cualquier artista serio y comprometido tiene en su cabeza ideas mucho más universales que un político cortoplacista.

Está claro, el arte tiene una capacidad única para trascender lo temporal y lo inmediato. Un artista comprometido no sólo responde a los vaivenes de la actualidad, sino que busca expresar algo que resuene más allá de su época, que haga pensar sobre la condición humana, sobre el tiempo, el ser, la memoria. A través de su obra, un artista plantea preguntas, reflexiona sobre lo esencial y, al hacerlo, se conecta con algo más grande que los ciclos políticos de corta duración.

Un artista comprometido, al igual que un filósofo, está mirando más allá de su propia época, enfrentando las grandes preguntas existenciales, culturales y espirituales sin estar condicionado por la necesidad de permanecer en el poder o el reconocimiento inmediato. En cierto sentido, el arte se convierte en una forma de resistencia al olvido y una manera de apuntar a lo que realmente importa: el legado, la memoria, la conciencia humana.

Para terminar, y ya que hablamos de política, me gustaría apuntar lo trágico que para la especie humana tiene el hecho de que la figura del filósofo haya desaparecido del panorama político. Aristóteles proponía al filósofo como referencia de la polis. Quizá por eso, con la decadencia de la polis griega empezó la decadencia de la humanidad.

La desaparición de la figura del filósofo en el panorama político contemporáneo marca, en cierto modo, un giro que empobrece la calidad del debate público y la visión de futuro. Aristóteles entendía que la política no era solo un campo de gestión de recursos o de manejo de poder, sino un espacio de reflexión profunda sobre el bien común, la justicia y la naturaleza humana. El filósofo era un guía, alguien que cuestionaba, pensaba y ayudaba a la comunidad a orientarse hacia el bien.

Actualmente, no puedo asegurar nada más que la evidencia de que la humanidad se está echando a perder.

La decadencia de la polis, y con ella la desaparición de esa figura filosófica que guiaba la reflexión política, podría verse como una señal del abandono de la profundidad, del pensamiento reflexivo en favor de soluciones rápidas y superficiales. Es como si el pensamiento profundo sobre el ser humano y la justicia hubiera sido reemplazado por una especie de pragmatismo que carece de alma. La falta de una visión filosófica coherente para la sociedad nos deja con una política vacía, desconectada de las grandes preguntas que nos conciernen como seres humanos que, además, cada día le son más ajenas a una gran parte de la población.

Lo que es evidente, y coincido contigo, es que la humanidad se encuentra en un proceso de descomposición en muchos sentidos. Es difícil no ver la desconexión, el materialismo, el vacío existencial que atraviesa nuestras sociedades. El hecho de que el arte, como bien mencionabas antes, se convierta en una forma de resistencia, se vuelve aún más relevante. En tiempos en los que la política parece perder su capacidad de inspirar o de abordar lo esencial, el arte ofrece un espacio para esa reflexión que la sociedad ha dejado de hacer.

El hecho de señalar estos problemas es, en sí mismo, una forma de intervenir en la conversación cultural.

Tal vez no sea la política lo que debemos reconstruir desde cero, sino nuestra forma de pensar sobre el ser humano y la justicia, lo cual es, precisamente, lo que los filósofos hacían, y yo creo que el arte, como forma de expresión profunda, puede ser un punto de partida para recuperar algo de esa visión perdida. Quizá sea un poco optimista, pero creo que el arte, actualmente, es lo más respetuoso con lo de humano que tiene la humanidad.

Totalmente. El arte, a pesar de las transformaciones y la comercialización a la que a veces se ve sometido, sigue siendo una de las pocas formas en las que la humanidad puede expresar su interioridad de manera genuina. En un mundo tan saturado de información, de política frágil y de consumismo vacío, el arte mantiene un espacio para la reflexión, para la pregunta, para la búsqueda de algo que trascienda el momento presente. Los artistas se alejan de las fórmulas y las respuestas fáciles, confrontan la realidad y nos desafían a mirar más allá de lo evidente. El arte tiene la capacidad de revelarnos lo que somos, de recordarnos nuestra vulnerabilidad, nuestra belleza, nuestra contradicción. No importa cuán efímera sea la vida, el arte se convierte en un refugio para esas inquietudes que la sociedad a menudo prefiere ignorar.

El arte refleja lo más profundo de nuestra condición, nos hace pensar en lo que realmente significa estar vivos. Es una forma de resistencia a la banalidad, a la indiferencia del consumo masivo. Y lo más importante: aunque pueda estar sujeto a la crítica o al olvido, tiene la capacidad de trascender el tiempo y dejar una huella que, en su silencio, puede hablar más que cualquier discurso político.

En este sentido, el arte no sólo preserva lo humano, sino que lo eleva, lo cuestiona, lo transforma.

Creo que estamos de acuerdo.

En todo.

Conversación transcrita el 8 de diciembre de 2024

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