La casilla 52 es la cárcel. Representa un estancamiento, una detención en el camino. El jugador queda atrapado en ella hasta sacar ciertos números con el dado o hasta que otro jugador lo libere y pueda continuar.
Todo esto ocurrió durante el tiempo que estuvimos encerrados en casa.
La casilla de la Cárcel es un estado de opresión física, aunque no necesariamente de estancamiento interior; una detención que puede conducir a algo mayor, como una trascendencia latente, como el óxido que transforma lo metálico en algo nuevo. El óxido tiene significado de posibilidad en mi obra, no es decadencia o residuo del tiempo, sino señal de preparación necesaria en el proceso de transformación o ritual de paso antes de asumir un nuevo estado.
Haber estado encerrado no significó permanecer inmóvil por dentro y, como el metal que se oxida lentamente, la cárcel devino lugar de fermentación y cambios invisibles y profundos. Nuestro movimiento estaba restringido, vigilado y castigado, pero mi mente podía expandirse, y la oxidación en aquellos objetos, proceso físico y químico inevitable para todo metal, me pareció que embellecía la materia con su pátina. Era el desgaste que verdaderamente les daba carácter. Mi viaje, en este punto, era una pausa impuesta, pero también la oportunidad para redefinir mi siguiente rol.
Si la cárcel es un paso hacia la redención, entonces el óxido no es un final, sino una transformación necesaria para asumir un nuevo papel en el Juego de la Oca, y de la misma forma que el metal oxidado puede ser reutilizado o reinterpretado, la privación de libertad bien podría entenderse como la antesala de un renacimiento.
En aquel tiempo escribí:
Aprovecho los pocos minutos de que dispongo para fotografiar en la calle sembrada de objetos que nadie limpia y, cuando puedo, a lo largo de los pocos kilómetros que me puedo alejar para respirar a pleno pulmón. En mi taller tengo el tiempo para clasificar y fotografiar la basura que voy recogiendo en los arcenes y trayéndome a casa, que no es poca.
Junio de 2020
—Nacho Luque
Tesoros de arcén
“Tesoros de arcén” es una invitación a la vida mirando más allá de la superficie, a detenernos frente a lo que parece insignificante y descubrir su poesía, a encontrar una justificación para esta serie de fotografías, a ver belleza en el óxido, en las marcas, en las cicatrices que dejan el tiempo y el clima en los objetos. Mi trabajo con la basura existe con la intención de dar nuevo significado —nueva vida— a lo abandonado. Cada objeto enmarcado es una pieza con un nuevo valor que nunca más podrá ser entendida como basura.

Las imágenes de objetos oxidados encapsulan lo efímero de la vida y de los materiales, lo bello que emerge de lo descartado y lo trágico que subyace en su aspecto. Las fotografías no sólo capturan un momento, encierran también un reflejo visual de esa dualidad constante del viaje y de la existencia misma. Muestran que incluso en lo más desolador, como una lata corroída, hay una estética que conecta con emociones profundas como la pérdida, la fragilidad y el paso inexorable del tiempo.
El óxido es la memoria visible del paso del tiempo sobre un objeto, es una escritura que el tiempo deja en la superficie como si cada capa de corrosión fuera un capítulo de una historia. Estos objetos, encontrados al margen de las carreteras, se convierten en testigos de un abandono lento y de una transformación constante al estar expuestos al viento, la lluvia, el sol y el olvido. La superficie corroída es un registro tangible de su interacción con el mundo, de la misma manera que las cicatrices son el testimonio de las experiencias vividas en mi propio cuerpo. Así como mi viaje me transforma y deja marcas, estos objetos también llevan consigo el rastro del tiempo.

El óxido, a menudo asociado al fin de la utilidad o al descuido, posee una belleza intrínseca que surge de su imperfección. Bajo una mirada atenta, sus texturas y colores revelan paisajes abstractos, universos microscópicos llenos de matices inesperados. Las superficies, en su complejidad, nos recuerdan que el deterioro no es el fin, sino una transformación que lleva consigo su propia estética. En contraste con el brillo pulido de lo nuevo, que deslumbra pero no profundiza, el óxido invita a detenerse, a explorar, a descubrir la narrativa que yace en cada grieta y en cada mancha.
Pero el óxido no es sólo un rastro del tiempo; es también una metáfora de la experiencia y la sabiduría, representa el haber vivido, el haber resistido. En estos objetos corroídos encontramos un espejo de nuestra propia fragilidad y transformación. En un mundo que glorifica lo nuevo y lo impoluto, el óxido nos desafía a mirar más allá de la apariencia, a valorar lo que ha sido moldeado por el tiempo y las circunstancias.

De la basura a la sala de exposiciones
Estos objetos descartados que recojo al borde del camino, en mi obra, se elevan a la categoría de arte no por su brillo, sino por la narrativa que encierran. La presentación sobre fondos neutros y la iluminación cuidadosa del objeto, que enfatiza sus cualidades plásticas a través de sus tonos, texturas y la complejidad orgánica de su descomposición también los sitúa en un contexto que invita a la reflexión: ¿qué define el valor de un objeto, su función, su apariencia o la historia que puede contarnos?
La basura, esos fragmentos descartados y olvidados que ensucian el paisaje, actúa como testimonio de la sociedad: una cultura que consume y desecha sin mirar atrás. Más allá de su impacto ecológico, estos objetos poseen una carga simbólica que puede transformarse en una herramienta poderosa para la reflexión. Resignificar la basura es otorgarle un nuevo propósito, cambiar su narrativa de lo inútil a lo significativo con un nuevo rol. Bajo esta nueva luz, la basura deja de ser desecho y se convierte en testigo del tiempo, del abandono y del cambio. Es una forma de desafiar la percepción convencional descubriendo una sutil capacidad de conmover al espectador.
Resignificar la basura también es un acto ético. En un mundo donde el desecho es la norma, este proceso se convierte en una forma de resistencia que invita al espectador a mirar de nuevo y a reconsiderar su relación con los objetos y el tiempo.

Un canto al margen
Al igual que los objetos que encuentro en los arcenes, mi propio viaje ocurre al margen. Es en esos bordes, en los espacios que muchos consideran irrelevantes o descartables, donde se desvela una narrativa distinta que escapa a la perfección y abraza lo contingente.
El óxido, con su capacidad para transformar la basura en algo sublime, refleja la esencia de esa vida al borde. Allí, lo olvidado, lo descartado y lo imperfecto encuentran su voz. Cada objeto es un fragmento del paisaje cuya presencia cuenta historias sobre los lugares por donde pasamos. Cada lata oxidada, fragmento de metal o residuo encontrado en el arcén es un vestigio de vidas cruzadas, de encuentros fugaces entre lo humano y el entorno. En este sentido, los objetos se convierten en testigos silenciosos de la carretera, en narradores de mi viaje.
Del mismo modo que el viajero es transformado por el tiempo y las experiencias del camino, estos objetos también se ven alterados por las condiciones ambientales a lo largo del tiempo, creando una metáfora directa con la transformación que ocurre en quien emprende un largo viaje. El óxido en el metal son las cicatrices físicas o emocionales que deja el viaje en el cuerpo y el alma del viajero. El acto de recoger estos objetos en los arcenes añade un significado especial: el viajero no sólo avanza por el camino, sino que interactúa con él. Así, estos fragmentos recogidos no son sólo basura, se convierten en parte del viaje mismo y en extensiones de la narrativa personal del viajero. Cada objeto se suma a un mapa emocional y físico del trayecto recorrido.

29×39 cm
impresión B/N 6 tintas en papel baritado
marco 40×50 cm
Objetos en marco 30×40 cm
Prólogo y textos de Cristina Armendáriz
140 páginas
21×30 cm
B/N (4 tintas)
rústica
El viaje y el objeto: una conexión simbólica
El encuentro con estos objetos es una parte inherente de mi experiencia como viajero. Cada objeto hallado al borde del camino no sólo tiene una historia previa, sino que también se convierte en un símbolo del viaje mismo. Es un recordatorio de la fragilidad y el abandono, pero también de la resistencia y la capacidad de transformación. Estos objetos no sólo cuentan su propia historia, al integrarlos en mi obra, se convierten en capítulos de mi propia narrativa. Hoy llego, me convierto en acontecimiento por la novedad, y mañana, cuando me haya ido, nadie se acordará de mí.
Estos objetos, en el contexto del arte, trascienden su condición de desecho y adquieren un valor simbólico. se convierten en portavoces de una estética que celebra lo imperfecto, lo efímero y lo transitorio. Cada objeto es un testigo inmóvil de un entorno en constante movimiento. Mientras yo avanzo en mi bicicleta, ellos permanecen. Sin embargo, al incorporarlos a mi obra, los traslado simbólicamente a mi viaje, donde su inmovilidad contrasta con mi desplazamiento. Este contraste subraya la dualidad entre el tiempo detenido y el tiempo en movimiento, una tensión que define tanto mi viaje como la existencia de estos objetos. Cada uno es una metáfora del otro: el objeto, con su deterioro, refleja las marcas del viaje; y el viaje, con sus desafíos y transformaciones, encuentra en estos objetos una representación tangible de su esencia. Juntos, cuentan una historia de resistencia, cambio y belleza en lo inesperado.

Pamplona, 1985 – 2025 (†)
Licenciada en Historia del Arte y Filosofía y Letras.
Docente, apasionada de la fotografía y la literatura, ensayista sobre Arte, Historia e Historia del Arte.
Colaboradora, compañera de viaje y Alma Mater de esta web.
Addendum
Un café en la nube #04
Resignificarse para trascender.