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Trece días en tierra de meigas (II)

La lluvia y un clima más fresco le acompañan desde que ha cambiado de provincia. Caminar con esta temperatura es mucho más atractivo, pero la lluvia es algo que siempre irrita al caminante, que tarda mucho en acostumbrarse a la sensación que le produce la ropa mojada sobre el cuerpo durante todo el día. Termina adaptándose y su humor cambia a cada paso. El viaje es también esto, y su periplo, esta vez, le plantea un nuevo escenario así, en Betanzos, lleno de barro de la carretera después de tres interminables jornadas en las que hay poco o nada que reseñar salvo la última noche entera en vela dentro del saco empapado.

Algo más cansado que los últimos días, se siente extraño en aquella carretera tan vacía y con la lluvia fina e incesante cayendo. Necesita dormir, pero su saco continúa húmedo, así que no le importa y paga una cantidad razonable por una cama blanda y seca. También piensa cenar algo más que comida de lata y le apetece una buena conversación.

Lo encuentra todo. Empezó preguntando a un guarda sobre la ubicación del pueblo en el mapa meteorológico de un periódico y él se interesó por el viaje. Prolongaron la cháchara hasta las dos de la mañana comiendo un chorizo de ciervo oscuro y aromático y, como no podía ser de otro modo, vino. El caminante propuso un Azpilicueta, por añoranza del hogar o porque le encanta, y fue el que regó sus gargantas durante toda la noche. Acabada la velada, intercambiaron direcciones, teléfonos y despedidas hasta que otra vez vuelvan a cruzarse sus caminos en ésta o en otra vida si la hubiera.

Amanece lluvioso y el caminante se siente como nunca. Muy temprano abandona el lugar iniciando la subida hacia Oís por la Cuesta de la Sal. Se entretiene grabando tomas de sus pies, disfrutando de la imagen de la niebla entre los árboles que se disipa a mitad de ascensión y de la secuencia de hitos kilométricos que cuentan una historia en minúsculas; pasa al lado de un enorme almacén de troncos y la imaginación se le dispara cuando camina eufórico y con las puertas de las sensibilidad abiertas de par en par. Al fin el cielo se abre, largas franjas de nubes lo cruzan a toda velocidad y el caminante pasa el día en lo alto del puerto aprovechando los momentos de mejor luz para retratar el paisaje. Por allí también come, descansa y pasea durante todo el día.

A última hora de la tarde, cuando el cielo ha vuelto a cubrirse, dos hombres cabalgan despacio sobre el asfalto y un rebaño de vacas cruza la carretera. Tiene que iniciar la bajada cuanto antes si no quiere que la tormenta que les persigue le vuelva a sorprender.

En el almacén de madera, por donde pasó hace unas horas, se toma un café con leche. La gente que le acompaña en aquel bar tan descuidado consiguen que el caminante s sienta incómodo. Cuatro hombres hablan en voz baja, cuchicheando, y le miran, pero nadie pregunta nada. El caminante, inquieto, se despide y abandona aquel lugar carretera abajo en los últimos momentos de penumbra. En el porche de unas casas, al pie de la cuesta, se esconde para dormir. Acostado a escasos dos metros de la carretera y protegido por una frondosa pared a través de la que es difícil que alguien pueda verle con una oscuridad tan profunda se duerme, temprano y satisfecho.

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Xinzo de Limia le envolvió con sus galerías blancas en las fachadas. El caminante se relaja unos minutos paseando por aquellas calles en las que sólo un grupo de cazadores con sus rehalas animan los dos bares que encuentra. El caminante entra en uno a desayunar. Cuando llegó al pueblo, a media tarde del día anterior y ahogado por un calor sofocante, había vuelto a perderse entre las fincas y terminó preguntando en un lugar extraño, mezcla de asociación cultural y bar, a un anciano que parecía interesado.

El mundo de los bares en España bien merece un libro aparte, de eso se ha ido dando cuenta el caminante a lo largo del viaje, y a estas alturas piensa que en buena hora entró allí, porque tuvo que explicarle su vida de pe a pa, empezando por el primer día y terminando con cómo llegó a Xinzo de Limia. A cambio, el viejo le dió una sola indicación: “continúe por la carretera, a través del robledal, y cuando llegue al cruce, gire a la izquierda.” Hora y media después el caminante sale por la puerta de aquel lugar, contrariado y con sensación de haber perdido un tiempo precioso.

Pasado el cruce que le indicó el viejo camina solo por una nacional vacía … Parece abandonada la condenada carretera. ¡Qué gozada! —exclama— ¡Toda para mí! Su rictus cambia de contrariedad a alegría.

A lo lejos se divisa una moto enorme aparcada en el arcén, una figura con casco está en pie junto a la máquina. Al alcanzar su altura el caminante ofrece ayuda si se necesita, pero aquella mujer le contesta que no es necesaria, le asegura que todo está bien y, de repente, un hombre emerge del soto de la derecha, sonriente, vestido igual que ella y con la visera del casco abierta. Enfundados en monos idénticos y con el casco puesto, el caminante pudo sentirse como en un encuentro con extraterrestres en medio de aquella llanura, entre los campos, pero no, la pareja pretende retratarse delante de todos los Toros de España, o eso comenta el hombre así, en plan confidencia. El caminante finge sorpresa, y piensa que él ya lleva diecinueve meses caminando …

De ellos no sabrá nunca si terminaron su viaje o si lo abandonaron antes.

Queda a solas con sus pensamientos, de pie en el arcén derecho de la nacional, mientras ve cómo se aleja la moto y los dos marcianos. Se hace un silencio que sólo las rachas de aire rompen de vez en cuando y al despertar de su ensoñación se encuentra de bruces con una bellísima puesta de sol en la que una línea rojiza dibuja el contorno de los cerros contra el cielo degradado hasta el negro.

Los mosquitos acompañarán esta noche al caminante desde después de cenar.

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¿Lloverá hoy?

La camarera escudriña a través de la ventana evaluando el tiempo en las nubes, no muestra interés alguno y deja caer una respuesta así de ambigua.

No lo sé … es imprevisible.

Era tan imprevisible que el cielo se descubrió en pocos minutos.

Imprevisible.

El caminante se despidió con una leve sonrisa y un hasta luego. Casi al mismo tiempo ella abandonaba la cafetería, vestida aún con su uniforme y con el bolso en bandolera. Él sujetó la puerta y ella no dió las gracias al pasar.

Dos peregrinos entraron para almorzar.

Dos jornadas más tarde, el caminante pisa Lugo. Pasó por Friol sin avisar a Jordi. Tampoco sabía si estaría allí en esos momentos. Pensó en toda la gente con la que había perdido el contacto en los últimos años y no fue por primera vez.

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Atravesó la selva de helechos y zarzas por un suelo blando tapizado con jabudos hasta una plataforma en lo más alto, donde montó su cámara y se explayó jugando en las imágenes con las nubes y sus sombras, que oscurecían por momentos las laderas de enfrente. Se rasgó la pernera del pantalón al bajar y después tomó la carretera hasta el último pueblo que había planeado visitar. La etapa gallega había tocado a su fin.

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A medio camino de bajada, al lado de una fuente que encontró a la izquierda de la carretera, calentó su última lata de judías, devorándola después en muy poco tiempo. Lavó los utensilios, se cambió de ropa, se untó desodorante y lavó como pudo su cara y pelo bajo el chorro, como si quisiera causar buena sensación en el pueblo. Se ordenaba el pelo cuando saludó a dos ancianas que subían en ese instante por la carretera … y se acabó.

 

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Delante de mí tengo esta última copita de aguardente mientras escucho las conversaciones en galego con cierta nostalgia porque seguramente tardaré mucho tiempo en volver por estas tierras. Un poco mareado, hago un repaso rápido a estas dos últimas semanas: el calor en Pontevedra, el rally en La Cañiza, aquel rapaz y su hachís; Xinzo, calor, carretera vacía, aquel anochecer y los mosquitos. Betanzos, la loca aquella y los que me lo explicaron todo, el chorizo de ciervo y el tinto. El “momento” en Oís del que no he querido contar nada y que, espero, no se tenga que repetir. El cartel, decía aquel gracioso, pintado de rosa en Becerreá. Todo se me hace tan lejano y, sin embargo, sólo han pasado unos días.

Estoy muy contento y muy cansado. Excepto en la primera jornada, en ninguna de las otras he recorrido menos de cuarenta kilómetros, no he tenido dolores de pies ni de espalda, he caminado y descansado de forma inteligente, sin dejarme cegar por mis posibilidades y he disfrutado de todos los pasos que he dado. Estoy satisfecho con la imagen que de todo esto me llevo y con las imágenes, pero no las revisaré hasta que suba al autobús que me lleva a casa, y lo haré una y otra vez hasta dormirme satisfecho, como el cazador que una vez más ha vencido el miedo a su presa.

Aprovecha el caminante y disfruta de los últimos minutos en este lugar saliendo a la calle para empaparse con la lluvia fina que está cayendo y ya resbala por su cara, fuma un último cigarro completamente solo en la plaza y se bebe aquella imagen antes de que desaparezca envuelta en la bruma que desde hace un rato está devorando la plaza.

Tengo sueño, me dormiría aquí mismo, ahora …

Llega el autobús pasada la media noche de un 14 de julio de 2009, día de la Fête Nationale y cumpleaños de Andraka, así que ¡felicidades, chaval!

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Publicado en De Toro a Toro