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02.08.2017

Desayuno con Dean, que ha aparecido hecho una bestia y se ha comido tres magdalenas, una tras otra y de un solo bocado.

Me lo he quedado mirando y el tío no se daba cuenta hasta el final.

Él, dice, tiene que irse hoy, y es preciso que sea hoy. Yo le he dicho que no puedo acompañarle porque tengo mucho trabajo acumulado y necesito un par de días más. Al final hemos quedado “donde lo dejamos la última vez”. Él se ha bebido su café antes de ponerse en pie y sugerir a los de la mesa de al lado que bajasen un poco la voz. No le faltaba razón, la verdad.

Después, como siempre, el torbellino de planes. Una vez más me lo he quedado mirando con ojos de cordero degollado, he pagado los desayunos y hemos abandonado el lugar caminando calle abajo. En mi estudio le he dejado ver mi último trabajo. Él ha encontrado la historia que contar.

Me ha pedido que la próxima vez nos hagamos una foto juntos. “Yo no fotografío gente”, para de contar. Hemos seguido mirando fotos y revisando mis anotaciones.

Sin pretenderlo, Dean se ha convertido en mi crítico más agudo, no falla. Pregunta y pregunta y opina, rasca y me obliga a exprimirme el cerebro para justificar todo. Elige, selecciona y aparta imágenes reordenándolas según algún criterio: el de una mentalidad pura y deliciosamente caótica para mí pero enferma para otros, como el imbécil de su terapeuta.

Que sale hoy, dice al final, y que nos encontraremos “allí”. Después ha cerrado la puerta y ha bajado las escaleras corriendo mientras sonaban los primeros compases del disco recién puesto.

Portazo en la calle y aquí quedo yo, frente a la pantalla, escribiendo la historia que él ha inventado sobre la marcha para mí, su historia y mi historia, o sea, nuestra historia.

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Publicado en Notas