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11 de febrero de 2015

Mis botas gritaron “libertad” desde lo oscuro del armario, y yo sonreí a pesar del recuerdo persistente del derrumbe sufrido mes y medio antes. En realidad, la única razón que encontré para no echarlo todo por la borda fue sentirme caminando, conseguir que todo eso de ahí fuera, lo que durante tantos años había sido mi hogar, estudio y oficina, continuase siéndolo tal y como había planeado.

Me gustase o no, ésa era la única soga que me mantenía amarrado al puerto de la vida, todo lo demás había perdido su sentido y, si ayer lo había tenido casi todo, ahora vivía en la caja de cartón, con los libros y poco más. Mi mente y mi cuerpo corrían serio peligro de enroscarse en una esquina y empobrecerse con una soledad peor que algunas nadas, cuando el calor de una conversación telefónica terminaba y no sentía ese cuerpo que le queda a uno al escuchar “vuelve”.

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Mes y medio después despliego campamento en lugar extraño, he llegado en una tormenta interminable que me ha estado zarandeando de casa en casa durante seis semanas.

Necesito una tregua.

En la vida los caminos se juntan y divergen, los paisajes engullen las trochas, senderos y pistas donde algunos ensanchamos el alma para sentirnos plenos aunque las excursiones nos desgasten hasta el límite. También está la ventana del refugio para preguntarse sobre lo que hay al otro lado.

Siempre hay cosas que deben ocurrir y ambos lo sabíamos, pues vale.

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Publicado en febrero 2015