✎ Por Lía Senet
En la Grecia clásica, idiotes no significaba lo que hoy entendemos por "idiota". No era el tonto, el torpe o el que tenía las facultades intelectuales mermadas. Era algo mucho más preciso y, en cierto sentido, más grave: idiotes era aquel que se retiraba de la vida pública, se encerraba en lo privado —su casa, su familia, sus negocios— y renunciaba a participar en la polis eludiendo a la deliberación común sobre lo bueno, lo justo y lo valioso. El idiotes vivía, sí, pero vivía sin voz en el espacio compartido sin discurso, sin compromiso con el mundo más allá de su propio bienestar inmediato.
El polites, en cambio, era el ciudadano activo, el que salía de su casa, atravesaba el umbral y se exponía al ágora, al escrutinio público, al diálogo. El polites proponía, argumentaba, defendía una visión del mundo y la sometía al juicio de otros, participaba y arriesgaba buscando construir lo común.
Esta distinción no era trivial. Para los griegos, vivir como idiotes era vivir a medias, renunciar a la condición humana plena, que sólo se realiza en relación con otros, en el ejercicio del pensamiento y la palabra compartidos.
Hoy en día, cuando lo privado se ha vuelto espectáculo y lo público se ha fragmentado en millones de burbujas algorítmicas, esa distinción parece haberse invertido. Llamamos "idiota" al que no entiende las reglas del juego, al que no encaja o vive de forma extraña o incómoda. Y celebramos como "participación pública" el acto de publicar fotografías filtradas en redes sociales, consumir identidades prefabricadas y repetir discursos empaquetados para el like inmediato. Confundimos vida social con vida pública.
Pero quizá, sólo quizá, los verdaderos idiotai contemporáneos sean otros. Quizá sean aquéllos que viajan sin mirar, que atraviesan paisajes sin detenerse y evitan lo incómodo, lo feo o lo doloroso porque no encaja en el relato instagrameable que pretenden que sean sus vidas. Quizá sean aquéllos que consumen experiencias como productos y acumulan destinos como trofeos, que nunca se exponen realmente a lo desconocido porque llevan consigo, siempre, la burbuja protectora de sus certezas. Quizá sean aquéllos que toman aviones o se transportan por autopistas, que ignoran el suelo y pasan junto a los animales muertos sin verlos, que descartan la basura sin preguntarse qué historia cuenta o cierran las puertas y nunca se preguntan qué hay detrás. Quizá el verdadero idiotes contemporáneo sea aquél que ha renunciado a mirar de verdad.
Durante diecisiete años, Nacho había vivido en la carretera. No como turista, no como aventurero romántico, sino como forma de vida. Cerca de doscientos diez mil kilómetros de viaje sin casa fija, ingresos estables y estructuras que definen lo que llamamos vida normal.
Nacho había vivido con lo mínimo, acampando en arcenes, desayunando en cunetas, durmiendo bajo puentes y estrellas; ha recogido basura del suelo y la ha guardado como si fuera un tesoro, fotografía animales muertos con una meticulosidad que muchos habrían considerado enfermiza, documenta puertas cerradas, tapiadas, olvidadas. En definitiva, mira lo que nadie mira.
Ni él mismo habría sabido explicarlo con claridad durante la mayor parte de ese tiempo, porque su viaje era una búsqueda instintiva y visceral. Algo en esas latas oxidadas le hablaba, algo en esos cuerpos despojados en el asfalto le provocaba para pensar y algo en esas puertas cerradas le interpelaba. Estaba, sin saberlo, practicando el cinismo. No el cinismo contemporáneo —esa actitud desencantada y sardónica que todo lo desprecia—, sino el cinismo clásico, el pensamiento de la escuela del siglo IV a.C.
Los cínicos practicaban la autarquía1, la autosuficiencia radical, vivir con lo esencial, rechazar lo superfluo. Pedaleando con lo puesto, acampando cada noche en un lugar distinto, era autarquía.
Los cínicos practicaban la anaideia2, la desvergüenza filosófica, romper las convenciones sociales que impiden ver la verdad. Sus fotografías de animales muertos y la exposición de su duelo sin filtros, eso es anaideia.
Los cínicos practicaban la parresía3, que es la franqueza brutal, decir la verdad sin adornos aunque incomode. Incorrección política. Sus textos, crudos y sin concesiones estéticas complacientes, son pura parresía.
Los cínicos practicaban la askesis4o la vida como ejercicio filosófico constante, el entrenamiento del cuerpo y el espíritu a través de la disciplina y la renuncia. Dieciocho años de viaje es askesis.
Pero durante esos diecisiete años, no tuvo esas palabras, no sabía que lo que hacía tenía nombre, tradición o dignidad filosófica. Vivía el cinismo, pero no podía nombrarlo y, sin lenguaje para articular su experiencia, permanecía, en cierto sentido, en el territorio del idiotes. Vivía filosóficamente, pero sin capacidad de participar conscientemente en el discurso público sobre esa vida.
Era un cínico mudo.
Entonces llegó Cristina. Filósofa de formación, viajera novata, mujer que llevaba en su equipaje los textos clásicos y en la mirada la capacidad de reconocer lo esencial.
Se cruzaron en la carretera. Dos viajeros en bicicleta, dos formas de buscar. Y ella lo vio.
No vio a un vagabundo, a un marginal, a un tipo raro que vivía de forma extraña. Vio a un cínico. Reconoció en él la encarnación viva de algo que había estudiado en libros antiguos: la autarquía, la anaideia, la parresía, la askesis... Todo estaba ahí, y no como teoría, sino como vida.
"Eres un cínico", dijo. Y le entregó la linterna.
Según la leyenda, Diógenes, “el perro”, palabra de la que deriva “cinismo”, caminaba por Atenas en pleno día con una linterna encendida. Cuando le preguntaban qué buscaba, respondía: "Busco un hombre", o sea, un ser humano auténtico que no estuviera corrompido por las convenciones, las apariencias y las mentiras sociales. Alguien que viviera con verdad.
Cristina encontró a ese hombre en la carretera. Y él encontró en ella algo igual de raro, alguien capaz de verlo, alguien que no sólo tolerase su caótica forma de vivir, sino que la comprendiera filosóficamente y pudiera darle las palabras para entender lo que siempre había intuido.
Durante cuatro días viajaron juntos, durante nueve meses calentaron y cuidaron un sentimiento. Y en ese tiempo ocurrió una doble transformación. Ella, que había estudiado el cinismo como tradición histórica, descubrió que no era solo teoría, sino que existía un hombre real, en el siglo XXI, viviendo así; descubrió que la filosofía no estaba muerta en libros polvorientos, sino viva en la carretera y que el cinismo no era pose intelectual, sino que podía ser una forma de respirar. Él, que había vivido el cinismo sin saberlo, recibió el marco teórico para nombrarlo, aprendió a Simmel, a entender las puertas como umbrales ontológicos y aprendió el wabi-sabi para articular por qué el óxido contenía belleza; aprendió el kintsugi, a ver su propia vida como cerámica rota reparada con oro y, en general, aprendió a leer su propia experiencia de manera filosófica sin utilizar la filosofía como postureo.
Cristina le dio el lenguaje, y con él la capacidad de convertir su vida marginal en discurso público. Lo transformó de idiotes en polites.
Sólo tuvieron nueve meses. Cristina falleció hace unos meses. No importa cómo. Lo que importa es que se fue dejándole algo irremplazable como la capacidad de entenderse a sí mismo, articular un discurso y participar.
Y él, en lugar de hundirse en el silencio, hizo lo que hace un polites: convirtió el duelo en discurso: filmó una película sobre ella o, más bien, sobre lo que ella le cambió, sobre cómo su mirada transformó la forma en que él miraba. «Una parte de algo», la tituló.
Porque eso era Cristina, la parte que le faltaba para entenderse completo. Y eso fue él para ella, quien la entendió en su proceso de vivirse a sí misma en libertad, sin ser cuestionada y sin la necesidad de cumplir expectativas.
Y ahora, Nacho monta esta exposición.
Una exposición no es sólo colgar imágenes en paredes. O no debería serlo. Una exposición, cuando se hace con honestidad, es un acto político en el sentido más profundo del término, es salir del ámbito privado de la creación, atravesar el umbral, entrar en el espacio común y decir "esto es lo que he visto. Esto es lo que pienso. Esto es lo que propongo como valioso". Es exponerse, someterse al juicio, arriesgarse al rechazo.
Nacho, que durante diecisiete años vivió como idiotes —filosóficamente rico pero sin voz pública—, regresa ahora a la polis como polites. Y lo hace con un discurso que incomoda, que confronta y desafía: propone que la basura merece dignidad, que los animales muertos merecen memoria, que el duelo es material legítimo de trabajo, que la vulnerabilidad es fuerza y no debilidad, que el viaje real no es el de Instagram ni es turismo, que lo descartado contiene belleza y que las puertas tapiadas son heridas que merecen ser vistas.
Y al proponer todo eso, está haciendo política en el sentido griego, está participando en la deliberación común sobre qué merece ser valorado, qué merece atención o qué merece espacio en nuestra conciencia colectiva. No es activismo programático, no pide que votemos por algo, que firmemos una petición o que nos manifestemos. Es más sutil y quizá más profundo, está proponiendo una forma de mirar en un mundo saturado de imágenes vacías, y propone una mirada honesta como acto revolucionario.
Habrá gente que rechace esta exposición, que sienta asco ante los animales muertos, que considere morbosa la exposición de su duelo o que piense que fotografiar basura es absurdo y se pregunte qué sentido tiene todo esto. Pero ese rechazo es parte del trabajo.
La anaideia cínica no busca provocar por gusto, sino romper las convenciones que nos impiden ver la verdad. Cuando Diógenes se masturbaba en público, no lo hacía por exhibicionismo, sino para confrontar el tabú del cuerpo y la hipocresía social que lo rodeaba y, cuando este artista expone animales muertos, no lo hace por morbo, sino para confrontar nuestra negación colectiva de la muerte, nuestro rechazo a mirar lo que nuestro progreso destruye y nuestra indiferencia hacia lo que queda al margen de nuestras vidas aceleradas.
Por eso, el rechazo que algunos sentirán al ver su trabajo, no es un defecto de éste, es su función, el espejo que refleja lo que preferimos no ver en nosotros mismos.
Cristina ya no está. Pero su presencia atraviesa cada imagen, cada texto y cada decisión de montaje de esta exposición. Ella le dio el marco teórico, y él lo está usando para construir algo que la honra: su participación consciente en la vida pública, la entrada en el ágora con un discurso propio: "he vivido dieciocho años en los márgenes, he mirado lo que nadie mira, y esto es lo que he aprendido". Y al hacerlo, está ejerciendo la función más alta del polites: no imponer una verdad, sino proponer una visión y someterla al diálogo.
La última pared de la exposición está dedicada a ella "con nombre y latido propio", no como sentimentalismo, sino "con el peso exacto que le corresponde dentro del conjunto". Y esa frase lo dice todo: Cristina no es el centro melancólico de la exposición, es la pieza que da sentido al kintsugi, el oro que une las fracturas; es la presencia ausente que explica por qué todo lo demás existe.
Así que cuando alguien mire a este hombre —que vive en una bicicleta, que recoge basura, que fotografía animales muertos, que procesa su duelo en público— y piense "qué idiota", recordemos que el verdadero idiotes no es el que vive de forma extraña, sino el que vive sin mirar, el que mira el mundo sin preguntarse nada, el que consume experiencias sin transformarse, el que evita lo incómodo porque prefiere la comodidad de sus certezas, el que se retira de la vida pública, no físicamente, sino intelectualmente, renunciando a pensar, a cuestionar y a proponer. Los que afirman que "se vive mejor sin pensar".
Nacho, el que pasó diecisiete años como idiotes sin saberlo, ha dado el paso, ha cruzado el umbral de la polis con un discurso propio, construido con las herramientas que una filósofa le dio antes de morir. Y al hacerlo, nos confronta a todos con una pregunta incómoda: ¿Quién es realmente el idiota, el que vive en los márgenes mirando de verdad o el que vive en el centro sin ver nada?
Esta exposición no responde esa pregunta, la plantea. Eso es, precisamente, lo que hace un polites, abrir espacios de reflexión, no imponer verdades, proponer preguntas. No cerrar puertas, sino señalarlas y dejarnos a nosotros decidir si queremos, o no, cruzarlas.
Autarquía (del griego αὐτάρκεια). Significa "autosuficiencia" (derivado de αὐτο, "yo" y ἀρκέω, "suficiente"). Para los cínicos, la auténtica virtud es vivir conforme a la naturaleza, según el ideal de la αὐτάρκεια (autarquía), carencia de necesidades o autosuficiencia, de inspiración socrática, pero entendida en un sentido individualista y -a diferencia de Sócrates- antiintelectualista. Este antiintelectualismo les separa de la ética socrática. Por ello, los cínicos, más que forjar un sistema o una doctrina moral, forjaron ejemplos de comportamiento: la virtud para ellos no es un saber, sino una forma de conducta o un modo de vida. La autarquía consiste, pues, en lo opuesto al νόμος (nomos) en cuanto que todas las costumbres regladas, las creencias religiosas transmitidas por tradición y las leyes son opuestas a la auténtica naturaleza.
Anaideia (del griego Ἀναιδεία). Significa "desvergüenza", "provocación" o "irreverencia". Diógenes vive como un vagabundo, como un «auténtico perro» (de donde deriva el nombre de cínico), se aloja dentro de un tonel y, a plena luz del día, busca, candil en mano, «a un hombre» en medio de una multitud, a un hombre verdadero, no a un miembro del rebaño embrutecido. Quienes le motejaron con el nombre de «perro», seguramente querían señalar su total falta de aidós (vergüenza, pudor y respeto) y su carácter de anaídeia o de bestialidad franca, a lo que Diógenes asentía, y debió considerar que el epíteto de «perro» le era ajustado, de lo cual se enorgullecía. Diógenes se había desprendido de las preocupaciones cotidianas humanas que distinguen a los hombres de los animales y, con ello, quería señalar (y se ufanaba de ello) que había conseguido una plena independencia, libertad y adiaphoría (indiferencia). De esta manera, al modo de un auténtico perro, escandaliza a sus conciudadanos y aparece como el modelo del auténtico hombre «natural».
Parresía (del griego παρρησία). Significa «decirlo todo» y, por extensión, «hablar libremente», «hablar atrevidamente» o «atrevimiento». Implica no sólo la libertad de expresión sino la obligación de hablar con la verdad para el bien común, incluso frente al peligro individual. En la retórica clásica, la parresía era una manera de «hablar con franqueza o de excusarse por hablar así».
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Askesis (del griego ἄσκησις). Relacionada con el ascetismo, es la doctrina filosófica que busca, por lo general, purificar el espíritu por medio de la negación de los placeres materiales o abstinencia; al conjunto de procedimientos y conductas de doctrina moral que se basa en la oposición sistemática al cumplimiento de necesidades de diversa índole que dependerá, en mayor o menor medida, del grado y orientación del que se trate. Para evitar el mundo de la ilusión, los cínicos recomendaban la disciplina y la lucha (askēsis kai machē) de la filosofía, la práctica de la autarkía (gobierno propio), y un estilo de vida similar al de Diógenes, el cual, como los monjes budistas, renunció a las posesiones terrenales.
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