En la casilla 58 del Juego de la Oca, La Muerte espera paciente el momento en el que el azar haga caer a un jugador en su red.
Es la muerte la única seguridad de la vida, lo único inexorable, y todo jugador debe confiarse a la suerte para que los dados no le hagan aterrizar en ella antes de terminar su camino.
Mis fotografías de animales atropellados plantean la leve frontera entre la vida y la muerte, también frente a la influencia y la indiferencia del entorno humano. Creo que hay algo profundamente simbólico en el hecho de que muestre estos cuerpos inertes que están fuera del marco de nuestra atención cotidiana reducidos a un accidente más en el progreso humano. A través de mi trabajo los considero mucho más que un simple efecto colateral.

The wrong side of heaven
THE WRONG SIDE OF HEAVEN no es una serie de fotos planteada de antemano. A lo largo de diecisiete años de viaje he ido recopilando fotografías que, al principio, no tenían una relación con el resto de mi trabajo. Después de algún tiempo me dí cuenta de que tenía una colección bastante extensa de fotografías que, hablándome sobre lo efímero y la vulnerabilidad, explicaban mi viaje desde una perspectiva mucho más personal que lo que estaba acostumbrado a leer y a ver.
LA ESTÉTICA DE LO DOLOROSO
A través de mis imágenes propongo una ruptura con la visión romántica y glamurosa que suele asociarse a los viajes, recordando que el movimiento y el progreso también tienen un costo, en este caso, vidas pequeñas e invisibles que van quedando atrás. Con este trabajo muestro la muerte en su estado más crudo, sin adornos, y obligo al espectador a confrontar con lo inevitable y lo aleatorio.
Hay en este trabajo una decisión premeditada de no hacer imágenes bonitas, sino de encuadrarlas de manera directa y sin concesiones, pero siempre mostrando un respeto absoluto hacia el animal y la situación. Aquí el color aporta realismo y dramatismo, evitando el distanciamiento y la romantización del asunto que podría generar el blanco y negro habitual en otras partes de mi obra.
La decisión de fotografiar desde arriba, eliminando cualquier referencia al paisaje o al contexto, refuerza la universalidad del mensaje. Al deslocalizar al animal, lo convierto en un símbolo más que en un caso particular: ya no importa dónde ocurrió, lo relevante es que ocurrió y podría pasar en cualquier lugar donde el progreso humano se cruza con la vida natural. Fuera de toda referencia, el animal deja de ser un animal atropellado en un lugar específico para convertirse en una representación de todas las vidas vulnerables que el asfalto y la velocidad sacrifican. El espectador ya no puede reducir la imagen a una anécdota local o a una situación puntual, se enfrenta a un fenómeno global, ubicuo y repetitivo. No se trata de un accidente aislado, sino de una consecuencia inherente al sistema que hemos creado.
El suelo, único contexto visible, se convierte en un actor clave, es una constante fría y uniforme, indiferente tanto al viajero como al animal, que refuerza la idea de que la carretera es un espacio de tránsito, pero también de muerte, un espacio que conecta pero que también destruye. El asfalto podría considerarse una metáfora del progreso humano, pero también como algo deshumanizador y destructivo.

LA INDIFERENCIA DEL PAISAJE HUMANO
“The wrong side of heaven” subraya cómo nuestra infraestructura (las carreteras, el asfalto) ignora la naturaleza, separándonos de ella. Cuando descontextualizo al animal y me centro en su cuerpo y el suelo que lo sostiene, enfatizo esa desconexión entre lo humano y lo natural a través de una metáfora visual del impacto humano en el entorno. Los caminos y vehículos simbolizan el progreso y la velocidad de nuestra sociedad, mientras que el animal representa la fragilidad de lo vivo. Esto conecta directamente con mi percepción de la vulnerabilidad del viajero en carretera como si éste también estuviera constantemente al borde de ser olvidado o atropellado.
La incomodidad y el probable rechazo que posiblemente provoca mi obra, son uno de los aspectos más poderosos de estas imágenes. Cuando el espectador siente ese choque emocional es porque la fotografía le obliga a enfrentarse a una realidad que preferiría ignorar: la muerte, la indiferencia y las consecuencias invisibles de nuestras acciones. Al provocar rechazo, las imágenes funcionan como un espejo donde el espectador se siente obligado a cuestionar su relación con la naturaleza, el progreso y la muerte. El rechazo es una consecuencia natural y una prueba de la honestidad de este trabajo. La vida no siempre es agradable y mi obra desafía la necesidad cultural de que lo sea.
Ese rechazo, por otro lado, habla sobre nuestra negación colectiva de lo feo y lo incómodo. La sociedad tiende a glorificar lo estético y evitar lo desagradable, pero yo busco romper con esa narrativa al poner lo rechazado en el centro. La crudeza en mi exploración no implica falta de sensibilidad, sino una forma de conectar con lo esencial. Al mostrar la muerte en su formas más pura, trato de revelar una poética que no necesita embellecerse, sino observarse.
Desde otra perspectiva, la reacción visceral que provocan las imágenes también puede despertar una conexión emocional hacia los protagonistas de las fotografías, transformándose en una conexión con la vulnerabilidad del animal y, por extensión, con la vulnerabilidad del ser humano. Después de todo, todos somos frágiles frente a la maquinidad del progreso.
EL RECHAZO COMO REFLEJO DE PRIORIDADES HUMANAS
El hecho de que un animal muerto genere rechazo dice mucho sobre nuestra sensibilidad. Quizás, al enfrentarnos a la muerte de un ser vivo, se nos recuerda nuestra propia mortalidad y apunta a nuestro sistema de valores: lo muerto y lo dañado no tienen cabida en una sociedad que idolatra la juventud, el vigor y la perfección. El rechazo que podría provocar enfrentar estas imágenes se relaciona con una hipocresía social posicionándose a favor de lo que se considera arte aceptable y políticamente correcto.
En el contexto de mi obra y mi viaje, el rechazo no sólo forma parte del mensaje, sino también del medio. El lado oscuro del viaje contrasta con la visión idealizada que los espectadores esperan del viajero, y fuerza al espectador a reconocer que el viaje también implica confrontar lo que prefiere evitar: la muerte, el abandono o el azar, y éstos son asuntos que aparecen de forma insistente en casi todos mis trabajos.
Estas imágenes están integradas en un proyecto mayor donde las experiencias sensoriales son clave. El punto de entrada para comprender mi viaje en su totalidad —no sólo como movimiento físico, sino como un enfrentamiento constante con lo efímero y azaroso— es el choque que en el espectador las fotografías puedan provocar, una reacción que no es sólo emocional, sino también intelectual.

EL ANONIMATO DE LA MUERTE
La fotografía cenital elimina cualquier rastro que permita al espectador situar al animal en un contexto más amable o natural y acentúa la soledad de la muerte, su carácter anónimo y su invisibilidad en nuestra cotidianidad. Cada animal fotografiado queda despojado de su historia e identidad, su única narrativa visible es el accidente. Fotografiar desde arriba elimina elementos que podrían distraer o suavizar la crudeza de la imagen, un paisaje natural podría evocar belleza o romanticismo. Aquí, en cambio, el enfoque se centra únicamente en el cuerpo del animal y su relación con el asfalto en una visión brutalmente honesta.
Esta decisión se ve reforzada con el uso del color. Ambos elementos, perspectiva y color, buscan objetividad y realismo para evitar cualquier posibilidad de embellecer lo que estoy mostrando, y obliga al espectador a asumir la posición de quien encuentra al animal. Es casi como si estuvieran mirando con sus propios ojos, poniéndose en el lugar del conductor que lo dejó atrás. Esto hace la experiencia más inmediata y difícil de ignorar.
La conexión entre las imágenes y la idea de memoria es evidente y poderosa. Si lo pensamos, la memoria (o la ausencia de ésta) tiene un rol central en cómo la sociedad da valor o significado a algo o alguien. Con mi obra pretendo resistirme al olvido al que estos animales son condenados, transformándolos en símbolos de la indiferencia que acompaña al progreso.
La memoria está profundamente ligada a mi obra y a mi experiencia vital. Estos animales forman parte de mi recorrido, tanto como el asfalto, el viento o los sonidos de la carretera. Al capturarlos, no sólo hablo de ellos, sino también de mí, de mi relación con el viaje, con la vida y con la muerte; es lo que queda cuando algo o alguien desaparece. Mi trabajo actúa como acto de resistencia contra la invisibilización. Estos animales, que en vida podían despertar admiración, ternura o cualquier otro sentimiento, se convierten en cuerpos sin historia al borde de la carretera. Al documentarlos, no sólo los saco de la indiferencia cotidiana, sino que les otorgo una dignidad que el mundo les niega al dejarlos atrás.
El hecho de que nadie mire hacia el suelo cuando están muertos en la carretera revela una verdad incómoda: vivimos en un sistema que ignora lo que ya no sirve, lo que está roto o lo que ha perdido su valor. Los animales atropellados se convierten en un símbolo del costo oculto de la velocidad, del progreso y del tránsito constante. Sin embargo, estos animales son también compañeros de ruta, no los busco, están ahí compartiendo el mismo espacio que yo habito, y mis fotos son, en ese sentido, una forma de convivencia y reconocimiento.

LOS ANIMALES COMO METÁFORA DEL DESPOJO
«Carne, huesos y piel», estoy reconociendo su despojo total. Lo que queda de ellos es lo que se puede tocar, lo tangible, lo material. Los animales muertos han sido despojados de todo lo que los hacía únicos y vivos: sus movimientos, sus instintos, su esencia de seres en movimiento. Lo que queda no deja de ser profundamente humano en su significado, y nos recuerda que, al final, todos somos materia, todos enfrentaremos esa reducción al mínimo, a lo físico. En un sentido quizá no tan metafórico, es lo que siento, como viajero, cuando estoy en la carretera.
El constante despojo del viaje te reduce a lo esencial, al cuerpo que resiste, al alma que persiste y a la conciencia que observa. Como los animales, en el camino también uno pierde sus instintos originales: las comodidades, las certezas, las estructuras que le definían en su lugar de origen. Es un proceso de desnudarse frente al mundo sin barreras que te protejan.
No tener alma sitúa a estos animales en un terreno crudo y objetivo, pero no les quita el respeto que mi mirada les otorga. No les doy alma, lo que les doy es dignidad. Al fotografiar estos animales, les devuelvo algo de lo que han perdido: atención, una historia, un espacio en la memoria. Aunque despojados de su esencia viva, mis imágenes les dan un segundo significado que no depende de su instinto ni de su alma, sino de la conexión que creo con ellos y con el espectador. Es como si, al fotografiar, les devolviera un espacio en el que ser vistos, aunque sea en la muerte.
AUSENCIA DE VELAS
La idea de una muerte sin velas es perturbadora, subraya la falta de ritual, de duelo o de reconocimiento. En nuestra cultura, encender una vela es una forma de recordar, de otorgar valor a una vida que ya no está y hacer que permanezca entre nosotros aportándonos luz. Estos animales no tienen esa memoria colectiva. Con mis fotografías, de alguna manera, enciendo esa vela para ellos.
Cuando están vivos y visibles, estos animales son admirados por su belleza, su libertad o su simbolismo. Sin embargo, una vez muertos, pierden todo ese valor. Esto refuerza la idea de lo descartado que encierra otro concepto que está presente en toda mi obra más reciente: wabi sabi, de origen japonés, expresa la belleza de lo efímero, lo imperfecto o lo ignorado. Al no embellecer las imágenes ni suavizarlas, capturo esa transición entre la admiración y el olvido mostrando la ironía de lo que una vez fue admirado y ahora es ignorado.
Mi obra encierra también algo profundamente humano: un deseo de reconocer, de no dejar pasar desapercibido aquello que la mayoría ignora. Este gesto, aunque originalmente no era no intencionado, se convierte con el tiempo en una forma de respeto hacia esos compañeros silenciosos de mi viaje, convirtiéndose éste en una exploración cruda y honesta de la vida y la muerte, en una mirada sin filtros ni concesiones a la estética complaciente donde las carreteras no sólo son un espacio físico de tránsito, sino un escenario en el que conviven lo efímero, lo vulnerable y lo inevitable.

sangre mezclada con el polvo del camino,
vida arrancada por la máquina voraz
que se aleja sin siquiera mirar atrás.
No hay epitafios para los caídos,
ni lamentos, ni una vela encendida;
sólo la desolación del cuerpo abandonado,
monumento trágico: otro gato atropellado.
LA CARRETERA COMO METÁFORA DE LA EXISTENCIA
La carretera no es unicamente un lugar de tránsito, sino un símbolo de la vida misma, un trayecto lineal en el que las experiencias, los encuentros y las pérdidas se suceden de forma inevitable y, a menudo, aleatoria. En este contexto, vida y muerte son opuestos inseparables, y el azar es su principio rector. La muerte de estos animales no tiene un propósito ni un significado más allá del accidente, no hay narrativa que suavice el impacto, sólo el hecho tal cual es.
Al decidir no intervenir ni embellecer lo que encuentro, ofrecezco una visión honesta y sin artificios que conecta profundamente con la realidad del viaje, donde no todo es idílico ni glorioso, sino una verdad incómoda que confronta al espectador con la parte menos romántica del viaje.

LA VULNERABILIDAD COMO BELLEZA
Los animales muertos que fotografío son vulnerables, han sido golpeados, aplastados y, al fin, olvidados. Pero esa vulnerabilidad también contiene una belleza profunda, casi espiritual. La muerte es parte de un ciclo inevitable, y mi obra invita a reflexionar sobre esa transitoriedad y a encontrar sentido (quizá ausencia de éste) en ella.
Un viaje, como experiencia existencial, no es sólo físico, sino que también es un proceso de construcción personal y filosófica. Al convivir con la vida y la muerte en la carretera, estoy reflexionando constantemente sobre mi propia mortalidad y las conexiones entre los sucesos que experimento, porque el destino (si es que existiese) no es lo importante para mí; es el trayecto, con todas sus luces y sombras, lo que define quién soy y cómo entiendo el mundo.
Mi viaje es un intento de preservar lo que veo y siento antes de que el tiempo borre los detalles. En este sentido, el viaje no es sólo hacia afuera, sino también hacia adentro. Al rechazar la narrativa del viaje como un producto turístico idealizado, creo estar construyendo una visión del camino que es mucho más sincera, cruda y, en última instancia, significativa. Lo que capturo no es sólo el mundo exterior, sino también una proyección de mis reflexiones internas.

El hecho de que las fotografías estén tomadas en la ruta refuerza la conexión entre mi experiencia como viajero y la exploración filosófica que llevo a cabo. En una época donde el viaje muchas veces se comercializa como una experiencia consumible, busco un enfoque que rompa con esta narrativa. Así, planteo la ruta como verdad, no muestro sólo los momentos de belleza o triunfo, sino también los rastros de lo que se pierde, se olvida o se sacrifica en el camino. Esto convierte mi viaje en algo visceral, auténtico y humano, posicionándome frontalmente contra la visión «instagrameable» del viaje y rechazo frontalmnte la superficialidad de las imágenes diseñadas para agradar en redes sociales. Mi obra no busca validación, sino una conexión más profunda con la realidad, incluso si esto incomoda.
Si bien aseguro que no soy activista ni me interesan los animales en sí mismos, mi acto de fotografiar y dar visibilidad a su muerte muestra un profundo respeto por su existencia. A través de mi cámara, éstos se convierten en metáforas de la vulnerabilidad compartida entre los viajeros, sean animales o humanos; y mis fotografías podrían entenderse como la forma de reconocerme en su fragilidad. Mi homenaje a estos animales son pequeñas velas encendidas para quienes no tienen memoria ni nombre ni espacio en la consciencia colectiva, los convierto (como a otros objetos que encuentro) en símbolos universales.
Fotografiar en la ruta también sugiere que no hay separación clara entre vida y muerte, entre el viaje y el destino o entre el viajero y lo que encuentra en el camino. Todo forma parte de un flujo continuo y conectado, incluso si esas conexiones no son inmediatamente evidentes. Los cadáveres en la carretera no sólo hablan de lo efímero, sino también de lo inmediato, de la vida que puede cambiar o terminar en un instante; y el viaje es un constante recordatorio de esta fragilidad. Al aceptar la crudeza de la vida y la muerte, creo estar abrazando la verdad del viaje en su totalidad, sin censura ni autoengaño.
La ruta, con todo lo que ofrece y quita, se convierte en un espejo implacable que te obliga a confrontarte a ti mismo y al mundo tal como es, sin adornos ni capas que suavicen las aristas de la existencia.

TODOS LOS VIAJES EMPIEZAN CON UNA DESPEDIDA
Este adiós, aunque pueda parecer algo pequeño o cotidiano, es simbólicamente el primer acto de desprendimiento. Es el punto de partida donde comienzo a soltar lastre, aunque no siempre de manera consciente. Cada kilómetro que recorro en la ruta me exige dejar algo atrás, no sólo físicamente (posesiones, comodidades), sino también emocional y psicológicamente. Tanto en lo material como en lo emocional, el viaje me propone la urgencia de dejar atrás lo que ya no sirve. Ese proceso de despojarse de capas es una forma de llegar a la esencia, a aquello que permanece cuando todo lo demás ha sido desgastado por el camino.
En el viaje, los adioses son una constante. Lugares, personas, momentos… Todo es transitorio. Ese desarraigo es una parte ineludible del viajero y también una metáfora de la vida misma.
«El ángel. En primer lugar, lo terrible, el más allá de la belleza. La belleza allí donde empieza a resultar insoportable, allí donde, en realidad, disfruta dsu verdadera calidad no mermada. ¿Nos atreveríamos a requerir su contemplación, a frecuentar la proximidad del ángel?
Pero ¡con cuidado!, se nos advierte. Pereceríamos si se nos acercaran, si bajaran viniendo de allí a nuestro lado de un solo paso.
¿Habrá que pensar que lo veraderamente peligroso de los ángeles es su velocidad?»
—José Luis Brea

20×29 cm
Impresión en color
Papel baritado

Pamplona, 1985 – 2025 (†)
Licenciada en Historia del Arte y Filosofía y Letras.
Docente, apasionada de la fotografía y la literatura, ensayista sobre Arte, Historia e Historia del Arte.
Colaboradora, compañera de viaje y alma mater de esta web.
Addendum
Un café en la nube #01
Acerca del arte, la vida y la muerte.