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Notas para un diario (25)

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El viaje, como ejercicio de confianza en la intuición, es similar a la fotografía. Sin saber por qué, esa escena que tienes delante te va a ofrecer una imagen y te preparas para pulsar el botón en cualquier instante para retener una percepción instantánea plasmada. Lo demás en ese lapso, simplemente, no existe.

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Aquel día buscaba carreteras planas y poco transitadas que me permitieran desconectar de mí mismo pedaleando hacia un anochecer diferente.

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A primera hora de la tarde llegué a Boadilla de Rioseco, un pueblo que la moda del neoruralismo, con su ansia de buscar parques temáticos sin preocuparle las consecuencias de su explotación, estaría encantado de incluir dentro de la “España vaciada”. El calor asfixiante del último infierno sahariano y más de 4.000 kilómetros me habían desgastado demasiado. Por eso, con la garganta seca, busqué un poco de vida en el único bar del pueblo antes de pasear sus calles lentamente sobre mi bicicleta.

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He fotografiado muchos pueblos en mi vida, y estoy acostumbrado a vivir en escenarios devorados por el abandono y la maleza donde los muros desdentados y el peligro de derrumbe relata una agonía, así que me dejé llevar buscando más de ese alimento para engordar mi archivo aún sabiendo que aquí no lo iba a encontrar.

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Boadilla de Rioseco es, gracias a la mentalidad emprendedora y creativa de alguno de sus habitantes, una galería de arte al aire libre sin vallas ni puertas que impidan la visita al forastero, está ahí para todos. De los muros de sus casas cuelga el trabajo de diferentes artistas de muchas partes diferentes del mundo, sus naves lucen murales que las hacen diferentes, su iglesia alberga imégenes sorprendentes que, a modo de frescos, sirven de plegaria para no caer en el olvido. Ése es, precisamente, el lema del proyecto, “arte contra el olvido”, que viene a significar que nadie se atreva a meterlo en el saco del abandono y la dejadez. Sorprenderse con el arte desplegado en sus rincones es obligación para quien se deja caer por aquellos lares y dejarse empapar por ello en las horas finales de la tarde el placer por descubrir.

Terminada la visita al final de la tarde, busqué un lugar donde descansar. La vieja estación de tren me pareció un buen dormitorio, tranquilo y apartado. En sus muros se pueden leer, como en un telegrama, palabras que yo interpreté como respuesta a todo lo que me venía planteando desde el principio de este viaje. Eran esos versos a la vez un acicate, un manifiesto, un consuelo, una confidencia con la que sin esperarlo, me sentí identificado. Delante de aquella pared de ladrillo estuve un largo rato reflexionando antes de tomar la fotografía por la cual había venido. Yo sólo quiero hacer lo que hago, con todas mis ganas, derrochando tanta ilusión como sudor, tiempo y paciencia. He aceptado de buena gana la pérdida de las tres cosas que hay en la vida, he convertido en ello mi existencia y, alrededor de mis principios, he edificado un mundo que corre peligro de anquilosarse. No me falta trabajo, no me falta ilusión, ni empeño, ni determinación; sólo falta una puerta para el desahogo, encontrarla y abrirla para desembarcar la inmensa carga que atesoro.

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Conocí a Juan Carlos Melero allá por 1992, cuando la fotografía se había democratizado definitivamente en España. Yo acababa de llegar a ella con mis estudios universitarios recién terminados y me encontraba en la vorágine del qué quiero hacer el resto de mi vida. Desde el primer momento me pareció un hombre al que el trabajo excesivo no le robaba la sonrisa, parecía que no se cansaba nunca. Era, como se autodefinió un día, “un fotógrafo de gatillo fácil”. Aquel comentario se me quedó grabado a fuego.
Coincidimos después en varias inauguraciones, talleres y cursos, incluso recorrimos Toledo en invierno huyendo de la sensación de engaño, relativizando y tratando de sacar el mayor partido de aquella inversión errónea. Ni una sola de mis fotos de aquel taller me gustó y jamás positivé una sola, pero el aprendizaje en largas charlas con Juan Carlos había sido inmenso. En más de una ocasión he desempolvado aquella experiencia para atizar el sentido de mi trabajo.
Después pasaron veinticinco años hasta que un mensaje en mi teléfono móvil me explicaba que aquellos versos expuestos en la estación, y escritos en el 77, eran suyos. No podían ser de otra persona.
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¡Abusa de tu esfuerzo y constancia / en lo que tú crees que vales!
y trata de encontrar los males / que alteran tu conciencia.
No quemes la corta existencia / en recordar tiempos fatales
pues los hechos son pañales / que visten nuestra experiencia.

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El siguiente trago de agua fue acompañado de un brindis por el atardecer más impresionante de todo el viaje y, sin pensármelo un solo segundo más, me puse a trabajar. ¡Al carajo la cena! ¡A la mierda todo! Ésta era la foto que había venido a hacer, y quería tomarla para que nunca se me olvide el lugar donde encontré una razón y cerré un círculo.

Por ti, amigo. ¡Gracias!

* Gracias al pueblo de Boadilla de Rioseco (Palencia) por el acogimiento y especialmente a Luis Melero por los permisos concedidos.

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Publicado en diario iberica 2019