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12.01.2020


Larga charla con Dean.

Busqué un lugar apartado donde mi alma tuviera cobertura y marqué el teléfono de mi interior más recóndito. Resulta curioso que ese lugar de paz lo encontrase en lo alto del pueblo, sentado en las escaleras de la iglesia, cara al sol de invierno en este día tan tranquilo, sin la niebla que ha socavado mi ánimo desde hace casi un mes y sin viento. Pensé que para echar a perder otro día más prefería hacerlo aquí, conversando, y no en la carretera yendo a ningún lugar, como siempre. No era soledad lo que necesitaba en ese momento.

Descolgó, y su voz sonaba tranquila, y eso me animó para abrir las ventanas de mi espíritu y ventilar cada rincón de mi conciencia. Me acomodé y fui contando lo que me aflige. Querido padre, que te tengo un poco olvidado, querida madre, que te siento ya tan lejos. Os pido perdón. Dean, extrañado, no dijo una palabra mientras yo desenvolvía mi necesario acto de contricción. Respondiendo a su pregunta le confesé lo mucho que me descuido ultimamente, cómo el miedo se está apoderando de mí cada día un poco más y que empiezo a no reconocerme. Me pregunta cuánto tiempo llevo aquí. Cuatro meses, digo sin calificativo alguno. A su pregunta de qué he hecho no puedo responder otra cosa que “trabajar”, y me preparo para el chaparrón que durante diez minutos hace descargar sobre mí, cierro los ojos y callo.

Suena un golpe de la campana de la torre: la una y media. Abro los ojos y todo sigue igual, también él, como si estuviera observando. Ha leído el texto que escribí en Estepona, y dice que le hizo llorar, que es muy emotivo. Le interrumpo con un “sincero, nada más” y le aseguro lo que sentí aquel anochecer en aquel campamento improvisado al lado de la playa.

¿Qué le contarías hoy al crío? Y le respondo que lo mismo, aunque sé que debería ampliar mi currículo con estos meses entre fogones. Es circunstancial, digo serio. Pero es, pienso, y lo he hecho por necesidad, por incompetencia, por no haber sabido rematar lo que empecé, que es, precisamente, de lo que creí haber escapado, porque una vez más, reconozco, no he aprendido a vender mi cosecha. Trabajas —dice— como una mula y después no sabes qué hacer con ello. Y lleva toda la razón. Deberías borrarlo, hacer una bola con todo y tirarlo; no te sirve para nada, por lo que parece. Pero yo, que padezco una especie de síndrome de Diógenes por culpa del cual acumulo toneladas de literatura inútil no me veo capaz de hacerlo. Quizá me pueda servir en el futuro, alguna vez he reciclado algún párrafo y más de una frase de esas que mucho tiempo después lees y piensas si de verdad la has escrito tú.

En ese preciso momento veo mi rostro reflejado en la pantalla de mi tableta. Empiezan a aparecer arrugas y mi barba crece ya con canas. Las arrugas del ceño están bien marcadas y luzco otras bajo los ojos que, supongo, en poco tiempo, serán bolsas. Es el mapa del tiempo que permite adivinar qué tipo de vida ha llevado cada uno, las líneas escritas con todo lo que conté a aquel niño que jugaba en la playa. Permanezco unos minutos observándome, escrutando las sombras, memorizando ese retrato volátil que desaparece si inclino el aparato. No soy capaz de decirme nada, sólo pienso y veo en esa imagen a mi padre, un poco diferente, pero el parecido es razonable.

Cierro la tapa de la tableta como si fuera un libro y me doy cuenta de que la mayor parte de mi vida he sido un personaje, algo construido con las vivencias que llevo acumulando y barajando desde hace más de veinte años hasta que no me siento capaz de construir una línea de tiempo cierta. Me crié en un barrio del que huí para olvidar mi infancia, ocupé una casa, me fuí hacia el sur, volví al cabo trescientos ochenta y dos días para trabajar nueve años en el mismo lugar, acabé quemado y lo dejé, me atrapó la nostalgia y caí en una depresión con el cambio de siglo. Volví a largarme, conocí a Dean en Guadalajara, durante uno de los larguísimos paseos por el monte que me imponía cada día, empezaron después a irse mis seres más cercanos y volví al nido antes de embarcarme en mi tercera relación sentimental seria, que otros nueve años después me puso de patitas en la calle bajo una lluvia fina. Lo de después lo he contado tantas veces que me aburre, ahí están mis diarios… Veinte años después, podría decir que he edificado un mundo entero en la casilla cero. Metafóricamente, debería tirar los dados, pero los he tirado tantas veces ya que puedo asegurarme que ninguna combinación parece hacerme avanzar.

Me pregunta Dean que si sigo buscando, que qué busco. Tesoros, busco tesoros y sólo encuentro basura. Es lo que se encuentra cuando uno se rodea de gente: basura. Es hora de salir de ahí, me sugiere. Le respondí que aún no había terminado, pero en realidad sé que yo no quiero estar aquí, nunca he querido, me quedé por miedo y ahora todo apesta. Por eso estoy ventilando, porque me urge, porque me pregunto si hay un sitio para mí y, sobre todo, dónde está.

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Publicado en Notas