Llevaba varias horas solo después de haber decidido que hoy sería día de descanso para mí.
Fuera llueve desde media mañana, suave pero incesantemente. No hace frío, más bien una temperatura tibia y nada desagradable que invita a dar un paseo por este pueblo tan vacío y tranquilo. Hoy, sábado, nadie trabaja.
Hasta el bar ha tardado en abrir sus puertas por la mañana. En me segundo intento apareció una mujer que me abrió la puerta y me preparó un almuerzo más bien frugal a base de un bocadillo de queso y un café. Éste viene siendo mi almuerzo habitual desde hace un mes, desde que inicié mi ruta. Yo le añadiría fruta, pero no parece que en los bares haya, por lo que no me molesto siquiera en pedirla.
A primera hora de la tarde llegó un peregrino, un hombre de mi edad pero grande y un poco gordo. Vino desde Viseu y estaba empapado. Al escuchar la puerta de entrada del albergue me levanté de la cama, en donde estaba echado escuchando la radio, y salí para saludarle. Estuvimos charlando un rato mientras se despojaba de la ropa mojada, y me comentó que había encargado una cena a las siete a base de bistec con salsa de champiñones. Me propuso que hablase con la señora para cenar juntos en lugar de lo que ya había planeado, que era dejarme caer por el bar y cenar otro bocadillo o, si acaso, prepararme un puré en la cocina del refugio.
Finalmente me acerqué al bar mientras el peregrino se duchaba y apalabré la cena, como me propuso el peregrino. Pensé que era buena idea una cena de plato y cuchara antes de irme a la cama y encarar la etapa del día siguiente; el bistec no lo encargué. Así lo hice para no cenar solo, aunque no tengo problema con eso.
Los dos sentados, cada uno ocupando una mesa, escribimos nuestros respectivos diarios. Siento una extraña paz por dentro cuando él llama por teléfono, probablemente a su casa. Yo no tengo a quien llamar ni gran cosa que contar, hoy era un día para pensar, escuchar la radio, escribir, ordenar el equipaje, revisar algunas cosas de la bicicleta, escribir y poner en orden algunas notas, tomar y retocar fotografías… poco más que paladear el tiempo.
A las 20:30 volvemos de cenar. La puerta del albergue está abierta y se ve luz dentro. Dentro hay dos chicos portugueses desmontando el equipaje de sus bicicletas de montaña. Una de ellas es una Orbea y le pregunto a su dueño si es español. Él me responde que es portugués y, en buen castellano, me responde que trabaja en la planta portuguesa de la marca. Conoce a Ramón, que es amigo mio y entablamos una animada conversación. Ellos están haciendo una parte del camino portugués, cuatro días tan sólo, a base de etapas salvajes de más de 100km y unos desniveles que asustan, por la Sierra de la Estrella. Al rato inician una retransmisión en directo a través de un teléfono móvil para sus seguidores. Me parece una idea muy buena, pero yo no puedo hacer eso porque en Portugal no consigo conectar a Internet.
En Castro Daire, a 21 de abril de 2018.