Me gusta sentarme en una terraza al sol y observar el ir y venir de la gente.
Unos irán a trabajar, otros, quizá, a comprar, los habrá que simplemente paseen en esta mañana soleada de la primavera alentejana. Enciendo un cigarro, tomo un sorbo de café sin quitar ojo a la esquina que llevo mirando como hipnotizado veinte minutos. Me atrapan las sombras proyectadas en la pared blanca. De vez en cuando pienso en sacar la cámara, pero no lo hago, no me parece tan necesario como disfrutar de este momento de paz antes de la jornada, escuchar sus saludos con ese acento amable, casi maternal, que todos entonan: «bon diiiiaaa»… Me encanta.
Los pájaros, sobre todo golondrinas y vencejos, chillan de forma estridente en sus vuelos acrobáticos, avisando, advirtiéndose entre ellos para no colisionar.
Portugal es un país tranquilo. Su vida rural, que es la que más he conocido, se vive con mayor autenticidad que en España. La gente vive el pueblo sin un orgullo especial, conscientes de lo que tienen y de que un pueblo, grande o pequeño, está aún más aferrado a sus tradiciones que la ciudad. En ese sentido, ha sido imposible para mí buscar un paralelismo con la vida rural española, mucho más dependiente de la ciudad, mucho más deseosa de ser como ella arriesgando, incluso, la pérdida de su idiosincrasia.
Termino mi café, apuro el cigarrillo y pago mi desayuno con parsimonia antes de ajustarme la correa del casco. Otra mañana más.
Bom dia, Almodôvar.