Saltar al contenido →

24.06.2017

Hace muchos años, estando yo a punto de tocar fondo, alguien se presentó en mi estudio con un folio escrito. Era un regalo que esa persona quiso hacerme. Nunca supe si se había lanzado al vacío por amor, porque confiaba en mí o porque yo ya había puesto toda mi vulnerabilidad en sus manos; también puede que me respetase, que me admirase y no quisiera verme ahogado en el lodo o yo qué sé qué otra cosa, pero lo cierto es que, a su lado, siempre me sentí como un trampolín para sus escapes y escapadas. El hecho es que, aún hoy, desconozco por qué me hizo leer aquel papel en voz alta un par de veces. Después hablamos largo y tendido sobre el mundo, la gente y las decisiones que se tomaban con el corazón sangrando, que son las que me importan y, como otras veces, terminamos regalándonos dolor para el futuro próximo.

La vida —la de ambos— nos separó al fin, y en mi fondo yo quería que fuese para siempre. Me bastaba todo lo que me había enseñado, porque todo lo que estuvo apareciendo después de aquella época fueron miserias y cobardía. Sobre nuestra amistad cimentada en mil confidencias se cernía amenazante la traición.

Cuando nos despedimos en aquel restaurante, cuya imagen tengo en la mente pero no soy capaz de ubicar, su cara era otra. Ambos habíamos cambiado en esos años, y yo más en cuestión de dos o tres minutos, que fue el tiempo que tardó en salir del baño de la mano de la puta farlopa. En aquel momento, incluso hoy, podría reprocharme a mí mismo el no haberme largado en el paréntesis sin decir nada, dejarlo todo ahí y evitar explicaciones innecesarias, pero una vez más quise agotar el billete deseando que entrase en razón, esperando salvar algo de aquella complicidad. Como un idiota, esperé con la cabeza alta frente ante la realidad de aquel monstruo. Su gesto desencajado mantuvo mi mirada y yo no acepté el desafío.

Fin de la historia, despedida y cierre, yo volvería a los arcenes, que era donde vivía desde hacía algunos meses. Había decidido no contarlo desde que me reprochase mis apariciones y desapariciones repentinas con una violencia que nunca antes había mostrado. Me amenazó y me insultó, pero me dio igual, porque siempre he sabido que los mentirosos no saben despedirse. Yo cogí su mano y sólo dije “suerte en la vida”. ¿Para qué más? Me despedí con el corazón hecho trizas, con una sensación entre el asco y la decepción.

Nunca más hemos vuelto a vernos y, confieso, me acuerdo muchas veces de esa persona, sobre todo cuando leo en voz alta aquel papel que, desde el primer día que habito esta casa, preside el centro de una de las paredes de mi estudio, ese certero poema que con el tiempo ha ido dibujando el retrato de casi todas las personas que han pasado por mi vida, en la que “sólo quiero gente excepcional”, como le dije un día.

Me respondió que de ese modo terminaría quedándome solo, pero a mí me dio igual.

Imagen
On the road
Málaga, 7 agosto 2009

Por eso no quiero compañía, para vivir mejor, aunque a veces me joda la existencia echando de menos. Por eso y no por otra cosa no quiero que me acompañes en ningún viaje, es un principio de vida para mí inviolable. Mejor busca tu camino por tu cuenta, haz tu tarea como puedas porque tu vida ya no es mi guerra.

El reto estaba escrito con tiza en una farola cuando pasaba por Fuengirola en 2009: “Learn to forget”. Mira que me joden las frases lapidarias pero, aun así, lo fotografié.

Necesito viajar mucho más ligero, tu peso me molesta.

Anterior
Siguiente

Publicado en Notas