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24 de marzo de 2015

Tardan bastante estos pueblos en despertar. Algunos dicen que no lo harán nunca, pero yo pienso que éste en el que vivo lo hará dentro de un par de horas o tres, que son las que necesito aprovechar para la máxima concentración que exige plantear mi trabajo. Después resulta casi imposible, por ahora. El silencio, algo que tenía que buscar robándome horas de sueño, está al alcance de mi mano después de una conversación convincente y la radio-fórmula calla por fin.

Me gusta ver amanecer en el cuadrado de la ventana, es el retrato de otro mundo con colores diferentes, opuestos, y con condiciones de presión y temperatura muy distintas, desde luego. Un mundo detrás de un cristal en el que me reflejo.

Para no observarlo desde la barrera de los irresponsables salto de la cama a oscuras, sin perturbar la tranquilidad de los objetos que hay sobre mi mesa: varias cajas de acuarelas, un par de plumiers con lápices que aparecieron en una de las «cajas de oficina» que he abierto, «Lo bello y lo siniestro» de Trías, el Virginibus de R.L. Stevenson y un manifiesto contra el progreso que aconsejo leer con reflexión y autocrítica. Sobre la pila de libros, un díptico fotocopiado y doblado de cuando el cuarteto aquel tan gracioso y, sobre él, la cucharilla del último café de ayer …

Por cierto: café.

Confirman mis fuentes de información que en Madrid sigue sonando ese runrún continuo, más o menos molesto según la zona, que marca el ritmo de la actividad humana a tiempo real. A partir de cierta hora, el murmullo del taladro se ve entrecortado con violentas explosiones sonoras de muy diverso pelaje. Es el acompañamiento, la alegre base armónica del espectáculo con el que cada día se despierta la ciudad: ruido, calle, polvo, humo y un escupitajo sobre el asfalto graso, la vida de la ciudad, vamos, multitud mirando hacia el suelo, irritados tras sus gafas oscuras que les protejen de su existencia. Un conductor solista frasea dos ráfagas estridentes y a destiempo; otro, con buzo azul, desde un par de calles más allá, responde a gritos con cadencia aprendida, mentando madres y santos; otros dos descargan un camión con cajas de bebida en una cafetería con el suelo aún lleno de restos de ayer. Ese sonido del plástico golpeando contra el suelo sin cuidado alguno es un estallido a esas horas. Alguien arrastra las cajas por el suelo y saluda a gritos al conserje del catorce mientras chirrían los frenos de un autobús, que llega resoplando, al lado del disco rojo. Acelerón en vacío, otros dos pisotones más mantenidos, un tipo en bicicleta que pasa titubeando, jugándosela a los demás, rozando retrovisores para llegar alante del todo y luego, al verse arrollado por los coches, poder quejarse ya durante todo el día.

Es mucho más relajado y seguro viajar al final del pelotón, cualquier ciclista lo sabe. Pero éstos no son ciclistas, son «conductores de bicicleta», simplemente. Al grano.

Otro conductor de bicicleta más, una moto, otra moto y otra que se acerca a la primera línea habiendo sobrepasado la doble continua del centro de la calzada. Llevo aquí metida la conversación de los dos de atrás desde hace un rato, así que voy a ralentizar mi paso para dejar que me adelanten, les permito pasar para poder pensar (de una puta vez) sin interferencias. Ellos me rebasan apretando el culo, en fila de a uno (ella lo tiene gordo, aunque crea que no) y casi me da un infarto al pasar delante de la zapatería casposa de la esquina que siempre tiene zapatos de niña tonta en el escaparate, el viejo ha corrido el cierre justo cuando pasaba a su lado …

Escucho un aleteo en las cuadras del bajero. Es sólo un leve revuelo, un gallo que se despereza y canta un canto sin eco, plano y que termina en ahogado grave. Funde al final con un cacareo suave de gallinas y después vuelve, de nuevo, el silencio.

Pero ya han tocado diana, y enseguida las gallinas se van acercando a la puerta del patio, deslizándose una a una por debajo de la cancela hacia el mundo azuleado que he visto dibujarse desde mi ventana. El decorado permanece inmóvil mientras las panzudas gallinas rojas lo exploran con la precaución de todos los días, a golpecitos.

De la chimenea de una de las casas del barrio de abajo sale un humo lento y blanco que significa que El Telillas se ha levantado y ya se habrá dado cuenta de que hoy tampoco hay luz en el pueblo.

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Publicado en marzo 2015