Finaliza una jornada dura de no más de doce o trece kilómetros, pero casi todos campo a través por la estepa ondulada que anuncia ya la cercanía del desierto blanco de los Monegros. Perdió la ruta en algún punto, pero a cambio ha disfrutado del silencio de un paisaje que invita a un simulacro de supervivencia.
Todo el día le ha acompañado un dolor de muelas insoportable del que ha conseguido olvidarse en varios momentos, sobre todo al ascender los innumerables cerros que llegan desde el horizonte, que ahora es rojo. Recorrió caminos que morían en barrancos inaccesibles, avanzó a trompicones por barbechos polvorientos, esquivando la vegetación punzante que se terminó clavando en su ropa, trepó desniveles de tierra blanda levantando con los pies etéreas nubes de yeso, siguió caminos hasta que se diluían, vio resecos cadáveres de almendros en procesiones de a tres o cuatro sobre los cerros y cercas oxidadas y abatidas, más tramos de línea blanca y más cerros. A lo lejos, un castillo asoma sobre su marga ovalada.
Agotado, el caminante se sienta a descansar de espaldas a la fortaleza.
Para evitar cruzar pueblos y ciudades, camina siempre por la pista de servicio o busca caminos alternativos. A ambos lados de éstos quedan fincas en las que varios perros ladran a su paso. Por precaución el caminante se aleja siempre de las lindes, pero piensa que un día su suerte cambiará, un perro saltará una verja y tendrá que enfrentarse a él. La idea le pone nervioso y se fuerza para pensar en otras cosas. Así pasan los kilómetros.
Dejó atrás Calatayud por un suelo más cómodo de arcilla seca, así que ha acelerado un poco el paso al ascender por una pista sin la certeza de dónde termina, vuelve a abandonar el camino para atajar hasta una nave en construcción caminando con el polvo que se levanta del suelo recién labrado. Necesita descansar, descolgarse la mochila, beber agua solamente diez minutos.
Al agacharse siente un pinchazo en la espalda, es un dolor sordo que le impide moverse durante unos segundos y se arrepiente de haberse descolgado la mochila, de haberse detenido y, sobre todo, de no haberse cambiado la camiseta que, empapada, se pega a la espalda produciéndole un escalofrío. Se mira de arriba a abajo, está lleno de polvo y la cara le sabe salada. Bebe otro trago de agua más, fija la botella de plástico en la mochila y se la cuelga de nuevo a la espalda. Caminará hasta aquel monte mediano que está cubierto de pinos.
La tarde muere lentamente, una de las mitades de los cerros se tiñe de una oscuridad profunda y la otra le hace sudar mientras trepa. Le duelen las piernas y sólo piensa en su destino, cuya puerta está a no más de quince minutos. Delante, aparcados, hay un par de autobuses, uno descargando ancianos. Otros ancianos se han ido esparciendo alrededor de todas las mesas del salón para jugar a las cartas, tomar cafés y gritar, sobre todo para gritar como la encía inflamada del caminante, o como lo hacen sus piernas doloridas y su baqueteada espalda.
Antes de entrar al salón el caminante hace algunos ejercicios de estiramiento en la explanada y se cambia de camiseta, todo un detalle.