Dos escenas diferentes y yo, en ambas, enfocado tras la cámara.
Primero el Pirineo Aragonés nublado, fresco, tormentoso, inusitadamente vacío. Escucho el eco del vuelo de un pájaro rebotando en las ruinas bajo la tormenta y, de golpe, tomo tierra en Almería: playa, desierto y un sol insano bajo el que se fríen cada año más personas. Lo combato en pelotas y, con agua recalentada, conmemoro —rememoro— mi vida en el noventa y cuatro.
Acostumbrado a amanecer en cualquier mundo, he provocado este contraste como acicate creativo para que no se me adormezca el alma. Que la diversidad de colores y de calores determinen los caminos que recorrer encontrando palabras y razones para continuar mis quehaceres.
Santuario alejado de la gente, alejado de todo.
Me distraigo con el paso de la tormenta.
Fumando un cigarro.
Para mí, que aborrezco el turisteo, la experiencia de sentirme parte de ello me ha incomodado, pero tuve que vivirla una vez más. Que cada uno haga lo que quiera, que yo voy y me deslizo por el campo de erizones de abajo del pueblo buscando, por el tortuoso sendero, un río en el que poder chapotear como un salvaje. Aléjome con cautela de todos y me escabullo, siempre que puedo, de la desidia de la playa, del chiringuito y de socializar con la España del berrido. Prefiero alimentar emociones, tanto recorriendo el desierto que comienza poco más allá de la línea del agua, donde nadie quiere husmear y sólo trazan sus caminos los escarabajos, como levantando un campamento en una pradera con Ordesa entre nubes al fondo.
A veces percibo una extraña sensación cuando revivo el pasado lejano en el mismo decorado del que formé parte en otro tiempo. Me asomo buscando algo de aquellos 381 días y me he encontrado lo mismo pero infestado.
Así que cumplí hasta dentro de otros doce meses o hasta la próxima, cuando venga quizá con otra intención y, espero, sin bañador en de la mochila.
Esperando a la hora de cenar.
Distraído con el paso de la tarde.
Fumando un cigarro.