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Dirección norte

Aniversario de un final de etapa. Se celebraba la Fiesta de los Maletillas.

En mi memoria, regresé a Jerez. Cientos de escenas como destellos inundaron de repente mi memoria barajándose, diluyéndose en el vocerío y los efluvios de la cerveza con la que celebraba la última res recuperada. Terminé ebrio de nostalgia y satisfacción. Y del agotamiento brotaron emociones como flores en mi piel.

Lejos de sentir el camino finiquitado volví a verme con la manta liada en la cabeza, fotografiando el suelo que piso, andando sobre mi propia sombra que unas veces va por delante de mí y otras me cubre la retaguardia como una escolta. Permanecían aún las preguntas —no diré más— con muchos más kilómetros en mis piernas, más conversaciones y algún que otro libro añadido a mi argumentario. Entonces me entregué, más convencido que nunca, a otro caos de pasos en tierra monegrina.

De mi entrada por la puerta sureste del desierto, retengo un fugaz momento con aquella parejita descansando al sol. Tambien venían curraditos. Me saludaron ofreciéndose a compartir su más importante tesoro, un bocadillo recién llegado del cielo de un bar. Yo quise alegrarles la existencia con un par de raciones de alubias precocinadas y envasadas al vacío, pero ya era tarde. Cuando la dueña del garito contó la historia del maná que éstos llevaban entre paños, salí con intención de regalarles un poco del sobrepeso de mi mochila, pero se habían esfumado por el laberinto de calles y a saber en qué dirección.

Ya en las afueras del pueblo, otro fugitivo del enemigo Madrid me hace un sitio en la cabina de su tractor de enésima mano. Dibuja mi paisano en sólo cinco minutos una vida y un adios, me regala una dosis de ánimo, que es lo que se ha de ofrecer siempre a quien camina, y un apretón de manos digno del mismísimo Hulk. Hasta siempre.

Tomo entonces la ruta hacia mi pueblo monegrino estirando los dedos para comprobar que no tengo roto ninguno y pensando en un reencuentro, aunque a mi llegada sólo me recibe un grupo de ancianas que sale de la iglesia y un hombre que las estaba esperando fuera. Los demás estarían ocupados con labores del campo o calentándose ya alrededor de la camilla.

Horas más tarde todos aseguraban haberme visto llegar, y eso me inquietó.

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Sentado en la placita de la cruz de hierro, que parece más vacía que nunca, espero a la noche. La oscuridad lo va engullendo todo mientras fotografío una escena que, más que mágica, resulta algo tétrica. Deambulo hacia ningún lugar buscando refugio del viento y esperando ya a no sé qué.

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Publicado en Donde habita el silencio