Estoy sentado frente a mi cuaderno de viaje, uno de esos clásicos Moleskine negro y apaisado que me regaló mi pareja un día. Lo tengo a vista, cerrado y un poco dado de sí. Cuando hablo de viajes tengo que hablar también de este objeto que sin premeditación es parte de mi equipaje.
He escrito dentro de una tienda de campaña, entre mochilas, botas y abrigos de plumas, enfundado en el saco a la luz de una linterna cuando fuera el viento arrecia, llueve y los grados caen a plomo cubriendo la tierra de una fina cáscara de hielo. He escrito en cientos de vivacs, a la sombra en olivares, sentado al borde de un camino polvoriento en el desierto o en la nieve de muchas sierras, abrasado por el calor unas veces, tiritando de frío otras y empapado también. En estaciones solitarias tan sólo iluminadas por una bombilla que arroja una luz triste e inútil he anotado listas de pueblos y puntos kilométricos que en otra ocasión volveré a visitar para hacer la fotografía que ocurra ese día, algún teléfono, nombres de personas y direcciones de correo electrónico, localizaciones de gasolineras y lugares, esquemas, patrones gráficos, autores de libros y títulos de sus obras. También he arrancado páginas por no querer recordar o, tal vez, para no alimentar el impulso de coleccionar todo lo que encuentro allá donde voy.
He decidido, para todo el que me quiera leer, convertirlo en literatura de mi realidad, la que yo solo he vivido al ritmo de algunas músicas o al compás del viento que me canta nanas por las noches, cuando duermo al raso y me entretengo buscando siempre la misma alineación de estrellas en el cielo. Justo en ese momento, cuando doy por terminada la jornada, prefiero la vida delgada, aunque me enseñe los huesos, aunque me sienta infinitamente cansado …
… y aquí está usted, delante de la versión digital del cuaderno que vive dentro de mi mochila y que es como las gafas que me permiten ver la vida como a mí me gusta.