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Cinofobia

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El caminante está de vacaciones, una semana, en Barcelona. Después del segundo o tercer día, ya no recuerda, decide una escapada hasta El Bruc, donde el animal, dicen, ha sido abatido en varias ocasiones, la última hace bien poco. Cualquier cosa es posible, pueden haberlo vuelto a poner en pie, puede continuar tumbado o —tal vez, quién sabe— puede que haya desaparecido y no quede nada de él. Sabe que siempre ha sido un asunto caliente, pero le da igual, quiere arriesgarse a volver con las manos vacías y, mejor que en polémicas, prefiere centrarse en la sierra de Montserrat, en sus leyendas y, claro, en no deshidratarse.

Deja el pueblo y se despide de la estatua de un tamborilero que le recibió y que es parte de la imaginería bruguense. Aprende también que que bruc significa en castellano brezo porque una mujer le informa de ambas cosas.

El caminante no quiere retrasarse más, aprieta el paso para pasar por debajo de la autovía buscando algún camino que le lleve hasta lo alto de un cerro sobre el que divisan los hierros negros. Hace mucho calor y todo está muy seco alrededor. Aunque la cima del cerro no está lejos, tardará aún algo de tiempo en llegar rodeándola y atravesando la maleza.

Tras una ascensión penosa en la que un resbalón en el suelo reseco casi le hace rodar hasta abajo de un terraplén, se planta en un escenario nuevo para él: el cadáver de metal tumbado, mira hacia la cuesta abajo, tiene serrados los hierros que lo soportan en pie. Debió caer de bruces con estruendo. La chapa está en perfecto estado, ni oxidada ni redecorada —y eso sí le extraña al caminante—. Mejor así.

Al fondo a la derecha se observa Montserrat. El caminante se enamoró de esa sierra desde que la viese fotografiada en un libro de Ciencias Naturales cuando era muy pequeño. Ahora estaba allí, plantado ante ella, observando sus curvas voluptuosas, las luces y las sombras y ese color de la piedra contra el azul del cielo. Desea pasear, pero en otro momento tendrá que ser, porque ahora mismo ha de ponerse a trabajar sin perder un minuto más.

 

Imagen

 

Si la fábrica de ladrillos de abajo del cerro hubiese estado funcionando, podría haber salido facilmente de ella evitando así volver a enredarse en las zarzas. El problema es que el caminante se dio cuenta de esto cuando ya estaba dentro, y preferiría los arañazos a verse como se ve. Por la parte de atrás de la fábrica no había vallado alguno, así que, sin darse cuenta, se vio entre las naves. Tuvo la idea de encontrar algún trabajador que pudiese darle el permiso para cruzar por la propiedad, pero en lugar de personas, el caminante se topó con varios perros al final de dos hileras de ladrillos. Se quedó helado.

Los perros comenzaron a ladrar, aunque sin moverse de su sitio. Aterrorizado, se encaramó como pudo a la hilera de la derecha preparado para soltar la pierna con todas sus fuerzas contra la cabeza del que intentase subir… ¿Que si lo habría hecho? Alzo la voz por si alguien se asomaba y podía sujetar a los perros, pero nadie acudió ni respondió.

El caminante no sabe por qué razón los perros se callaron de repente volviendo a la sombra, parecía que no se atrevían a exponerse al sol y, extrañado, bajó de la pila y retrocedió despacio uno, dos, tres pasos… Sin dejar de mirar atrás caminó a paso ligero hacia el extremo de la verja y, los últimos metros, los recorrió a toda velocidad. Con el corazón a punto de salírsele por la boca rodeó la verja ignorando otros peligros y la recorrió clavando las punteras de sus botas en los huecos del alambre. La verja se tambaleó con el peso del caminante más la mochila y él saltó antes de que ésta pudiera venirse abajo.

Después de aterrizar se sintió más seguro, y ahora sonríe aliviado mientras camina por la pista que pasa por delante de la puerta de la finca. A su paso, los perros erizan el lomo y le ladran mostrando sus colmillos mientras le siguen a lo largo de la valla. El caminante, seguro de que no hay ningún hueco por el que puedan colarse y salir a la pista, se les queda mirando y levanta su dedo corazón antes de continuar caminando, esta vez, en dirección a Collbató, Esparraguera y, bastante más allá, a la costa.

A lo lejos aparece un hombre que camina ligero por el arcén. Unos minutos más tarde, cuando le alcanza frena su marcha para entablar una conversación con el caminante, que le pregunta por una fuente. El hombre le da unas señas precisas y después le acompaña charlando hasta una. Ambos beben y el hombre le pregunta de dónde es. El caminante responde que es de Madrid y que va caminando por toda España, y el otro asegura que el caminante no tiene acento de Madrid, que más bien parece aragonés. Si usted lo dice, pues vale.

Después del mal momento con los perros de la fábrica, todo le parece divertido, así que, sin saber por qué, ríe mientras niega con la cabeza. Termina la conversación y se despide para siempre de aquel hombre y de aquel lugar.

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Publicado en De Toro a Toro