Recogido el rebaño quise alejarme. Todo había perdido su sentido y la brújula giraba loca en su caja metálica como si estuviese estropeada. No dejé de mirarla mientras su voz martilleaba mi cabeza con aquella retahíla hasta el dolor.
Desorientado y asustado.
El horizonte augura cálido aunque haga frío. Desabrigado continué la inercia del caminar sin pensar en nada.
Sólo un par de personas en todo el día; el primero saludó desde la puerta de una nave y yo devolví el saludo sin decir palabra, el otro ni siquiera notó mi presencia cuando pasé a su lado.
Había por allí un elefante de plástico verde en medio de la nada que me resultó muy cómico.
Escucho las cremalleras de mi mochila marcando el compás para que me pierda en la ola mientras la brisa satura mis oídos cada vez que levanto la cabeza, por eso camino mirando mi sombra a mi derecha. A ambos lados de la carretera cuchichean las espigas dándome la sensación de estar siendo observado.
A media tarde me detengo para comer. El bochorno es insoportable. Me desato los cordones de las botas porque me están torturando y me siento en el suelo, apoyado en la pared. Creo que llevo demasiado peso en la mochila.
Dejo que el sol seque mis pies mientras me refresco con el agua que aún queda en la botella. Ni una sola palabra, éste es el camino. Me pregunto si continúo convencido de ello.
Esa noche tardé en dormirme temiendo que el cielo descargase sobre mí, pero el cielo fue descubriéndose lentamente y, pasada la medianoche, el viento cesó. El silencio invadió la noche y mis sueños.
A la mañana siguiente volvieron los pájaros. Yo me puse en marcha buscando el lugar mejor para desayunar y no me detuve hasta más allá de media mañana, cuando mis piernas me pidieron una tregua.