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Trece días en tierra de meigas (I)

La mañana despuntó al borde de un cielo limpio de nubes cuando el caminante ya había recorrido los primeros kilómetros. Animado por el frescor, encandilado con una luz levemente ácida que satura el verde y le da un olor reverberante, se distrae tarareando melodías según el ritmo de sus pasos por la comarcal que ahora atraviesa poblaciones que se desperezan con los primeros pinchazos del sol. Cuando quiere darse cuenta ya está entrando en Paredes sin haber sudado apenas.

Imagen
Tenías razón
(Homenaje a Pablinho)
2009

Un frugal tentempié y un concienzudo deambuleo por la zona son su rutina hasta encontrar el lugar idóneo donde esperar a una luz más amable que contornee la nitidez de las siluetas contra un cielo que se ha ido enturbiando con el paso de las horas. Compone al fin una escena al lado de la vía según van pasando la tarde y muchos trenes, construye planos que le obligan a devanarse los sesos para evitar una grúa y resuelve el problema ocultándola con el tren que pase en ese momento y que empleará, además, como reivindicación personal de un transporte por el que siempre siente un romántico apego.

Por debajo de la vía se estanca el agua salobre de una charca que crece al ritmo de la marea. El caminante se ha entretenido todo el día ejercitando su puntería tratando de encestar con las piedras del balasto en una caja semihundida en el barro. Ésta queda llena después de horas de ejercicio. Sin embargo, hay más fuera de ella que dentro. Como tirador no tiene precio, piensa.

Con el trabajo ya resuelto el caminante se sienta al pie de varias torres de palets, disfruta la agonía de la jornada mientras calienta su cena y después la saborea oculto en la penumbra de la última hora. Busca un dormitorio donde pasar la noche.

© nacholuque, 2009. Todos los derechos reservados

A la mañana siguiente desanda el camino para dirigirse a Pazos, Mondariz y Ponteareas. La monotonía de la carretera y el pulso rítmico de sus pies sobre el asfalto sólo se detiene, tres días después, cuando llega a La Cañiza. La calle principal está vacía y bajo el calor sofocante del mediodía sólo nota vida en una gasolinera. El empleado le indica la dirección que ha de tomar, aunque no entiende por qué razón alguien puede querer ir a estas horas a lo alto del puerto.

El caminante se descuelga la mochila para atar la botella de agua mientras explica en breves retazos el objetivo de su misión, que es “unir las cuatro capitales en un tiempo máximo de quince días, lo que duran unas vacaciones”.

Minutos después toma el margen izquierdo de la carretera en dirección al puerto. Sin volver la vista atrás sale del pueblo de puntillas. Una mujer amontona hierba en su parcela y asiente con gesto agrio cuando el caminante le pregunta si lo que se ve arriba a la izquierda es “la valla publicitaria” que le había indicado el empleado de la gasolinera y que, justo en ese momento, detiene su coche en el arcén para invitar al caminante a subir para acercarle unas cuantas curvas, “hasta la base del puerto”. El caminante acepta y deja a la mujer amontonando la hierba recién cortada.

Aquel hombre ha de desviarse hacia la derecha y el caminante debe continuar por la izquierda, así que se apea. Escucha atento las últimas indicaciones del hombre, agradece su atención e inicia el ascenso al puerto mientras el coche desaparece por el camino perseguido por una nube de polvo.

Las curvas del puerto se enlazan una tras otra y él las va dejando atrás con un caminar pausado sobre el reblandecido asfalto en el que rebota un calor insoportable. Jadea, siente como si el cuerpo le hirviese por dentro. El sudor le entra en los ojos. Le escuecen tanto los ojos que no los puede abrir. Se ve obligado a detenerse, secárselos y enjuagárselos con agua un par de veces. Aprovechando que la mochila descansa ahora en el suelo, el caminante se tumba en la sombra fresca de un árbol, apoyado en el macuto, esperando a que llegue la tarde y, con ella, algo de frescor. Llamada de teléfono a una amiga, siesta corta e hidratación.

La temperatura se suaviza a media tarde, el caminante retoma la marcha y en la hora siguiente corona por fin el cerro. Encuentra la puerta del tecor societario que cruza en busca de un espacio limpio de maleza desde el que poder fotografiar al amanecer. Sobre una roca extiende la camiseta para secarla aprovechando los últimos rayos del sol de la tarde, se sienta en la piedra y observa los alrededores. Varios vehículos todoterreno circulan lentamente por los senderos que hay más abajo, probablemente sean cazadores, porque también se pueden escuchar ladridos de perros que acompañan el paso de éstos por las estrechas e inclinadas veredas de enormes cantos rodados por las que bajan en dirección a lo más profundo del valle. Una serpiente, asustada por la actividad del caminante, se desliza escondiéndose debajo de una roca. El caminante prefiere un lugar más seguro para dormir hoy, y faldea entre la hierba seca, desciende hasta el camino que aparece tras el ribazo y que desaparece a la altura del cartelón y trepa la rampa embarrada dejándolo a su derecha, salta una vez más la valla y se aúpa en la roca sobre la que se yergue después de cruzar la alfombra verde que lo rodea.

Con un clima más seco éste sería el mejor dormitorio de todo el viaje, sin duda, pero entonces no estaría tan mullido. Con este silencio es una tentación dormir sobre esa alfombra, pero en realidad es una trampa, la niebla entra desde el valle y se posará en el paisaje durante la noche, también sobre la hierba y sobre su saco. Sonaría irónico pasar la peor noche en el mejor de los sitios.

© nacholuque, 2009. Todos los derechos reservados

Despierta como un resorte con el petardeo del motor de coches que recorren el valle rugiendo y se alejan retumbando en cada rincón de los montes. Puntos de luz atraviesan la niebla.

Aficionado como es a los deportes de motor, le vinieron a la cabeza miles de imágenes de aquellas mañanas brumosas en las que esperaba con paciencia infinita en lo alto de alguna escarpada pendiente la llegada de aquellos monstruos que volaban sobre las piedras resbaladizas y el barro. En ayunas —claro— baja lo más deprisa que puede por la carretera con la ilusión de volver a ver, al menos durante un rato, el paso de la caravana, que localiza algunos kilómetros antes del pueblo. El entretenimiento dura al final toda la mañana y, una vez terminado, tiene un hambre feroz.

El caminante detiene su paseo en una fuente para refrescarse y enjuagar el sudor de su ropa en el agua helada. Sujeta una camiseta empapada y su sombrero en la mochila, colgando de las correas. Cuando el sol lo ha secado todo, entra en un bar para rematar la mañana con un bocadillo de lacón y queso, un refresco y un café por sólo cuatro monedas.

El caminante habla castellano e inglés y el camarero sólo en galego, sin embargo todo el tiempo supieron entenderse. En algún momento aparece en el bar un camionero que transporta el escenario de una banda de música y entabla una conversación con el caminante —esta vez en castellano pese a que el camionero es también gallego— mientras se cargan las baterías de su cámara. Se cuentan vida y vivencias por los pueblos de España, ríen y se animan mutuamente hasta que han de despedirse para continuar, cada uno por su lado, la vida.

Antes de terminar la jornada, el camarero se acerca al caminante, que se ha acomodado a la sombra de la terraza, y le estrecha la mano dejando caer en su palma algo del tamaño de una alubia mediana. Toma, para que te lo fumes tranquilamente esta noche. Y sonríe. ¡A tu salud! responde el caminante.

El sol continúa abrasando, y el caminante está sentado al fresco de la sombra de una acacia, mecido suavemente por las olas de un cigarro. Con los ojos perdidos detiene el tiempo. Nadie por la calle, suena su teléfono móvil y las ondas viajan desde la provincia de Almería trayéndole una voz de mujer que le cuenta un día de playa.

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Publicado en De Toro a Toro