A primera hora de la mañana se detiene para desayunar sobre las piedras de una cerca. Un gris de muy mal agüero avanza imparable por el cielo y el viento sigue en calma, ni si siquiera una leve brisa agita el oscuro escenario en el que un grupo de caballos trota unos pocos metros en silencio antes de continuar pastando.
El caminante calienta agua mientras escarba en la mochila buscando algún sobre de café instantáneo. Localizado, lo espolvorea en el vaso metálico. Rescata también una magdalena desmigada y algunos restos de galletas aún en su envoltorio. Todo está dentro de una bolsa anudada que para abrir tiene que romper. Después prepara un bocado con las migas en el cuenco de su mano y se lo lleva a la boca.
A un lugar cercano, en el margen izquierdo de la carretera, han ido llegando coches, alguno con remolque para transporte de ganado. El caminante se ilusiona pensando que se celebrará algún tipo de mercado o feria y siente ganas de visitarlo, pero la gente no parece demasiado amable, le miran con una expresión desconfiada cuando se mezcla entre ellos con su mochilón a la espalda. La incomodidad le hace percatarse de que es hora de continuar la marcha hacia donde sea.
La carretera se desenrolla recta hasta el horizonte. Descendiendo suavemente recorre la curva suave de una depresión tapizada de flores de todos los colores, amarillo aquí, un poco más lejos macizos rojos y violetas como islas en medio de la inmensidad de líneas que se mezclan en plena armonía. Termina aquella carretera en una ascensión que sólo es fruto de la distorsión visual. Sin embargo, el caminante toma un desvío a la derecha quedando inmerso en un entramado de vías rectilíneas que separan fincas y se extienden hasta donde la vista se pierde. Alguna de las fincas tiene puertas metálicas dobles ancladas sobre pilares de piedra que parece encalada a conciencia. Relucen éstas contra un cielo cada vez más amenazante y se oye, muy de vez en cuando, el gorjeo estridente de un vencejo que le sobrevuela haciendo acrobacias en el aire.
La luz del sol se filtra a través de las nubes y en el horizonte se divisa Trujillo sobre un fondo de un color plomizo y azulado. Saca entonces el caminante un libro, se dispone a leer mientras espera a que el paisaje se termine de configurar definitivamente. Es, lo del libro, un lujo que se ha permitido esta vez sacrificando algunas cosas de su equipaje habitual.
De repente se ve iluminado desde arriba como con un cañón de luz, las flores recortan sus siluetas contra aquel cielo y él aprovecha la oportunidad para registrar una imagen que le resulta demasiado apetecible.
Cierra el libro y lo deja sobre la mochila. Regresa de nuevo al camino buscando el contraste de los pilares contra el cielo, la mancha amarilla y el impresionismo de un paisaje con grandes masas de color. El foco de luz ilumina, abriéndose y cerrándose sobre el caos florecido y una gota gruesa, fría, redonda, cae sobre su espalda con un sonido seco: ¡plac!
La segunda gota cae sobre la cámara, y otra más después y otra enseguida. Incorporándose, agudiza su oído intentando escuchar. La tormenta es inminente.
A toda prisa desarma la cámara y la guarda en la mochila, no hay oportunidad para más. Un aguacero se desploma sobre él y sólo puede encorvarse sobre la mochila tratando de proteger todo el contenido con su cuerpo mientras despliega un pequeño paraguas y trata de cubrirla con su impermeable. Inevitablemente todo el contenido de su mochila se está mojando. El camino, un par de rodadas separadas por una línea gruesa de hierba florecida, es ahora un canal por el que resbala una corriente de varios centímetros de profundidad. Todo ha ocurrido demasiado rápido, cuando ha querido reaccionar era ya tarde. Permanece en pie en medio de la nada aguantando el chaparrón durante, al menos, cinco minutos, con los pies encharcados, los pantalones pegados a las piernas y absolutamente sorprendido.
Repentinamente, igual que empezó, la tromba termina, y un silencio ahogado retumba en la planicie bañada por el sol con contraste exagerado. Es un mar de color contra el cielo, por momentos, más oscuro. La visión de este panorama le genera un éxtasis inexplicable del que la única responsabilidad que asume le despierta de golpe. Rápida evaluación del desastre: ropa y libro chorrean, equipo fotográfico a salvo, pero el estuche está húmedo, el saco de dormir también mojado … Mal asunto.
La tormenta está descargando ahora sobre Trujillo, que se divisa entre las cortinas de agua. Se escuchan truenos a lo lejos y también el restallar de algún relámpago, pero el caminante tiene que estar contento, la tormenta había pasado sólo rozándole, aunque le ha dejado como una sopa. Con la mochila a la espalda vuelve al camino intentando que el sol, que ahora pica un poco, seque su ropa y la mochila. Eso pretende cuando llega junto a un puente de piedra, extiende sus pertenencias sobre las rocas secas para que se oreen.
Una furgoneta conducida por una chica joven pasa por el camino, a su lado. Circula ésta muy despacio esquivando charcos, sumergiéndose en otros y reflejándose en todos. Se detiene al lado del caminante y la conductora se ofrece para acercarle a algún lugar. Pero el caminante declina la invitación, porque prefiere quedarse un rato allí esperando hasta que sus cosas estén listas y después continuar a pie. Ella le previene de más tormentas, pero el caminante no cree que vaya a volver a descargar más agua ese día.
Encaramado en una roca, mira hacia el horizonte mientras la furgoneta se aleja a trompicones rompiendo charcos sobre los que se retratan el cielo, cada vez más azul, y las nubes, cada vez más blancas y esponjosas. Hora y media de trabajo después es la hora de comer. Mientras come, aparecen las ganas de quedarse por allí esta noche aunque aún no consiga encontrar dónde.