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La raíz

El origen de todo está en aquel verano que duró, exactamente, veintiún días. Yo tenía mi propio cuaderno desde hacía tiempo, y como en esos momentos andaba construyendo camas donde reposar la cabeza antes de que explotara y lo pusiera todo perdido, escribía recetitas sobre procesos en las esquinas de las páginas de un libro de arena. Por esa razón, porque ya hacía las cosas sin pensar en las consecuencias, el último día escribí una nota estúpidamente sentida en el cuaderno de Chez Marina.

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Pirineos. 2015
38×13 cm

Por aquella época habían empezado a interesarme tanto mi propia incapacidad para recordar sueños como la obsesiva necesidad de plasmarlo. Revolví entre los retales de un vago primer escenario y su diálogo y calculé que podría fecharse en 1988. Esto significaba que veinticinco años después todas las páginas del libro de sueños continuaban en blanco o estaban garabateadas con insomnios escrizofrénicos.

Visiblemente harto de todo, aleteé un poco y salté de la cornisa al vacío.

Un día entero a pie, un kilómetro tras otro subiendo, bajando y aguantando intensos chaparrones, minaron mis ánimos; sólo tuve ganas de sonreir al coronar el último de los repechos, o era que el último sol del día me cegaba … El caso fue que de tan cansadas que llevaba las piernas ni siquiera me detuve. Continuaron éstas carretera abajo como programadas y yo acepté la propuesta de tirarme a tumba abierta por allí. Ví a la derecha la torre de la iglesia de una aldea como un faro iluminando la oscuridad de esa noche sin luna ni siluetas, confirmaba incansable la ruta al valle. Tomé unas fotos y continué mi descenso canturreando a paso ligero.

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Restos de un vivac
Vio (Huesca, 2014)

Mi memoria solapa los recuerdos y ahora corren todos mezclados, pero estoy seguro, eso sí, de que a lo largo de los siguientes días llegó gente más, menos y muy interesante desde Madrid, Barcelona y Francia; los justos. También recuerdo dormir en cama cada noche excepto una y, por supuesto, una boda celta y un óleo pintado a cuatro manos y a la sombra, entre la hora de comer y la de merendar.

Durante el día colaboraba con las tareas de la casa como pago moral por mi estancia, hacía camas, sacaba basura, barría, fregaba cacharros o era el colega camarero que caía bien a niños y padres. Hasta el final de la tarde, los grupos recorrían todas las carreteras visitando sus pueblos y cuando regresaban, cenábamos al aire libre.

Yo me había prescrito media hora diaria de soledad, así que al acabar la cena salía a dar un paseo, siempre el mismo y casi siempre solo, para digerir mucho mejor y escuchar la voz que mitigaba los flecos del dolor de un puñetazo que, pocos días antes, me había dejado tirado en la lona.

¿Llené, desde entonces, la caja de sueños? Por supuesto que no, por eso no aconsejo visitar esa comarca ni ninguna otra parecida, porque tienes que enfrentarte contigo mismo a cada vuelta del camino sin posibilidad alguna de esquivarte, porque tienes que resolver ejercicios para superar el asco que puedas sentir hacia la especie humana y porque te ves obligado a aprender a valorar al individuo al margen del grupo, la personalidad frente al sentido gregario de la existencia y muchas otras sorpresas más que no quiero desvelar; eso es tarea de cada uno.

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Aquel lugar, aquellos días y aquella gente blanquearon toda la ropa sucia de mi alma y, aunque a la vuelta encontré Madrid como lo había dejado, yo no era el mismo, quería fluir como el río donde me convierto en un bicho diferente cada año.

Fue un verano intenso y bello, dolorosamente bello, tanto que me revolví como un gato a la hora de volver a mi anterior vida y quise quedarme donde todo parecía funcionar, pero tuvo su final y de aquello sólo quedan ya las cicatrices.

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Algunos días más tarde conocí a quien había estado poniendo voz a mis digestiones cada noche justo antes de dejarme engullir por Marina. Quedamos en un barrio de Madrid para cenar juntos, tomar unas copas y, si el astro estaba de mi parte, entregarnos a lo que pudiese surgir después.

Llegó y casi me caigo de culo, la chica me pareció superimpresionante y requetepreciosa, pero dejó de atraerme en cuanto pronunció la palabras “experimento” y “diversión” en el mismo párrafo. Entonces dijo que se tenía que ir y yo pedí que, por favor, no olvidase al mocoso de dieciocho años recién cumplidos que se había subido a nuestra noche para desbaratar toda posibilidad de éxito.

Nada había cambiado excepto yo.

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Publicado en Donde habita el silencio

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