Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.—Constantino Cavafis
Tengo la intuición de estar llegando al final de este camino. No podría explicar las razones: la salud, el hartazgo, los lugares vacíos que han terminado vaciando mi existencia, la falta de respuestas, la avalancha de preguntas … Llevo años jodido con mi salud, aunque a estas alturas me resulta relativamente fácil ignorar mis dolores y las limitaciones que me impone esta maldita autoinmune. La espalda seguramente me jode más, cada mañana tardo varios minutos en ponerme derecho y me ocurre lo mismo cada vez que me bajo de la bicicleta. Encorvado continúo adelante y, por culpa de mis cicatrices, que cuentan algunas de mis peores batallas, me tuve que dejar una pasta en el asiento de mi bicicleta para intentar que mi piel se irrite, se inflame, sangre o supure lo menos posible. La mejor pieza de mi bicicleta es, sin duda, el sillín; mi culo lo ama apasionadamente.
Recorriendo este otoño foto a foto.
Esta semana ya he empezado a notar el olor de las hojas caídas, de la humedad y del frío. Pedaleo muy lento por una carretera, observando campos baldíos a mi derecha y bandos de grajos chillando y casi rozando el suelo con el pecho en sus sobrevuelos. ¡Dios, hace un frío del carajo!
Me detengo para tomar un par de fotografías del horizonte oscuro y amenazante y continúo mi camino sin revisar qué tal han quedado. Pienso en lo que he ganado y en lo que he tenido que sacrificar en este viaje, en cómo el odio ha ocupado un espacio que debía estar lleno de otros sentimientos. Me irrita que estos pensamientos vengan a mí tan a menudo, y trato de evitarlos con mil remedios: hablando, cantando, revisando la mecánica de la rata o tomando fotografías de lo que sea que tenga cerca. Toda esa energía estaba dentro de mí antes de empezar, seguro; sólo hace falta que se den las condiciones para que reviente como los hongos del bosque.
Intento consolarme pensando que la vida de un viajero vocacional se pinta a base de contrastes entre días dulces y amargos, con los colores de la satisfacción, la sorpresa y la tristeza, construyendo una conexión con mi existencia a través de imágenes, con la Verdad y con mi verdad. Hoy estoy teniendo un mal día, la montaña rusa de la vida está dibujando su subeybaja en el asfalto y, cada equis tiempo, asoma la cabeza para dar señales de vida.
Sin embargo, y a pesar de esos momentos, me encantaría pasar toda la vida viajando, eso sí, con la condición de tener otra vida entera para quedarme en casa sin salir nunca. Pero ahora tengo que pensar si quiero hacer algo con mi historia, si la quiero relatar sólo para mí en un libro único y fuera de molde que me permita considerar el capítulo definitivamente terminado. Ya que viajar sólo es glamuroso en retrospectiva, con un café delante, la segunda parte de éste la viviré cuando me siente delante del ordenador, retocando fotografías, maquetando, cuando enseñe resultados provisionales y los discuta y cuando decida cómo fue lo que ocurrió o lo que nunca dejé de imaginar. Cuando todo eso sea un hecho, podré descansar tranquilo. No veo el día.
Viajar es el oficio del marginal con quien comparto horas en el arcén y campamento en medio de la nada, es la misión del outsider que cortó los cabos que le mantenían unido con todo y con todos como necesidad para hacer realidad su plan vital. El marginal debería saber de antemano que, a su regreso a Ítaca, si es que ésta existiera, todo seguirá igual. Por eso, el marginal se repite cien veces o mil, que no espera cambios en el mundo a su regreso, que, si acaso, quien habrá cambiado será él.
Despues, como cada noche, sube la cremallera de su saco de dormir, se acomoda en el suelo duro y viaja con sus sueños por todos los lugares que ha ido recorriendo hasta ahí.