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Motivaciones

Lejos de las fronteras de tu tierra,
trotamundos errante, nómada vagabundo
¿qué es lo que buscas?

Para viajar siempre hace falta un motivo, y decir «viajo por el simple placer de viajar» es una memez. Necesito estar siempre en movimiento, lo que evidencia una cierta incapacidad para la adaptación. No estoy mal en casi ningún lugar pero tampoco estoy del todo cómodo y, por eso, siempre termino yéndome.

Fin de otro viaje, uno más o quizás el último. Pedaleo el camino de regreso buscando la desconexión que me permita descansar sin la ansiedad de pensar dónde voy dormir la noche siguiente, la tópica y falsa seguridad del hogar frente a la vulnerabilidad de tirar el saco en cualquier lugar y dormir con un ojo abierto y el otro entornao. Pienso encerrarme para que mi mundo empiece el lento proceso de ir tomando la forma que para él he diseñado. Al llegar, lo sé, me repetiré que ya basta, que la caza es suficiente. En poco tiempo me sumergiré en un estado nostálgico y a la vez terrorífico que llegará a atenazarme, canalizaré esa ansiedad buscando el acicate para una nueva aventura, leeré, construiré, escribiré, pintaré, pensaré e idearé caminos nuevos que recorrer con la intención, como siempre, de que sea el viaje definitivo.

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Persigo algo como peleando contra ello. Después de doce años intentando sofocar ese estado de ánimo empiezo a sentirme un adicto que, preso de su destino en una carretera de cuyo son no consigue escapar, va escribiendo una filosofía de vida medida en kilómetros. El artista continúa pintando toda la vida porque probablemente nunca realizará la obra definitiva, porque probablemente lo que ha pintado hasta el momento no cierra ningún círculo, lo deja siempre inacabado —pintar por pura insatisfacción— y en su deambuleo incesante indaga en el yo y en los otros, en el mundo y en las relaciones que con éste establece para vivir.

La única tarea de sumar kilómetros resulta alienante, monótona, rutinaria y absurda para los que no vivimos de retos. Responde a ello mi yo artista observador que hoy está y mañana desaparece, un yo irresponsable de lo que aconteció en un lugar antes de llegar y de lo que pueda suceder tras su marcha. Mi único compromiso se refiere desde un principio a mi propia producción, y elegí la carretera como forma de búsqueda. Después de esa decisión sólo deseo entrar de puntillas en otra realidad diferente para lo justo, nunca buscando una coartada para olvidar mi propósito.

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Viviendo en la carretera sólo pienso en las botas o en la bicicleta, que es lo que me sustenta, no en los lugares que me esperan ni en lo que allí pueda encontrar, que forma parte del misterio de cada ruta. Intento pensar en el presente, sólo el presente, me gustaría ser como un caballo pastando en una pradera para el que no existe el futuro ni el pasado, aunque a veces se cuelan jirones de esto último. Pienso en la vida y en cómo me está transformando, porque cuando regreso me doy cuenta de que nada ha cambiado excepto yo.

Las cosas me afectan porque no soy ajeno a ellas, por muy lejos que me sienta en mi vuelo las preguntas se suceden como una letanía muchas veces exasperante. La del «después qué» también, porque es humano y yo soy un humano buscando la Respuesta sin aparente ahínco, sin prisa, con la parsimonia que aprendí en el arcén. Otra irresponsabilidad de la que tarde o temprano tendré que rendir cuentas, ¿verdad? Todos los bolos me caerán en la cabeza en algún momento porque lo que hago cada día pasa factura y la vida me pregunta a menudo lo mismo, cada vez más a menudo. Pero creo que me lo preguntaría en cualquier otra circunstancia, porque es su propia esencia desequilibrar la existencia con cuestiones acerca del universo que habitamos.

A más kilómetros recorridos el número de experiencias acumuladas puede crecer, pero esa relación no es tan matemática como cabe pensar, porque importa la intensidad más que la cantidad. Un mes de ruta, viaje corto para quien vive permanentemente en el arcén, podría ser tan sólo un capítulo más de los muchos que se escriben en un diario o en la volátil memoria. Un mes de viaje puede significar toda una vida del mismo modo que un cuadro puede resumir todo con una sola mancha. El tiempo, o sea, la forma que el universo toma, una vez más, decidirá.

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Me paro a descansar a la sombra de un olmo en medio del páramo e inmediatamente caigo rendido, duermo un par de horas ajeno al ritmo de la carretera y quizá sueño con lo que me queda por recorrer o con sensaciones amables lejos de esta cotidianeidad de asfalto. A veces me sobrevienen pesadillas, sudores, y una cierta ansiedad me despierta de súbito. Me doy cuenta entonces de que la sombra del árbol se ha desplazado y ahora el sol está cayendo a plomo sobre mí. Un trago de agua y vuelvo a la carretera, porque parado no hago nada y uno está ahí para algo más. ¿Dónde están mis ganas de pedalear? Tardo varios kilómetros en encontrarlas con un dolor de piernas delicioso. En mi cabeza revolotea la idea del final de la jornada, de recapitular para saber cómo sentirme, si satisfecho o de nuevo incompleto, y la necesidad de volver a fijar mis objetivos.

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Reflexiono unos instantes. Hace años que salí a volar por el país simplemente para huir del hastío de la vida, de una rutina tediosa que me iba consumiendo robándome las energías y las ganas de vivir sentado delante de un monitor, viendo pasar de forma inexorable los días.

Salir de aquel agujero no era ningún sueño, era una necesidad. Dejémonos de poesía: huí por la decepción que me había producido la vida previsible que creí haber resuelto. Sé que no hay mucha gente que tenga la valentía suficiente para tomar decisiones firmes al respecto, porque hay que tenerlos bien puestos para cortar definitivamente los lazos con la realidad en que uno vive y adentrarse en una vida de la que no conoce prácticamente nada y que probablemente tampoco le pueda ofrecer al final gran cosa. Yo quise dar un volantazo y corregir lo que consideraba un rumbo equivocado.

«Vives en el mundo de Pocoyó». Eso dijo ella.

A mí me entró por éste y me salió por este otro. Cuando me colgué la mochila a la espalda quise sentirme un personaje de esos de novela pensando, incluso, que en un futuro a medio plazo podría vivir de ello. Cinco años después ya estaba convencido de que había nacido en el momento equivocado, ¿y entonces qué? Conocí personas que habían tomado decisiones similares y empecé a asumir, y muchas veces a desear, que este tipo de rebeldía fuera una moda más, una rabieta que una vez vomitada me devolviese a la fila otra vez. Confirmé también que existe mucha gente que considera la vida en sociedad insoportable y muy poca que busca un posible escape en la carretera, de la que inventan historias epatantes que yo nunca encuentro. En mi trágica autosatisfacción descubro que, después de casi cuarenta mil kilómetros caminados y muchísimos pedaleados, nunca me sentiré satisfecho.

Por eso debo seguir pintando, necesito que la insatisfacción me vuelva a colocar en el arcén para vivir esa absurda utopía de ser libre que al fin te deja tan solitario.

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Solitario, sí. Me dí cuenta mientras escribía la locución de un documental que había realizado, pero ya era demasiado tarde. ¡Cómo sonaba de grave el mensaje una vez grabado! Cuando quise darme cuenta mis problemas no le importaban a nadie, y nadie me tendió la mano excepto para arrojarme mis propias decisiones a la cara. ¡Malditos desleales! Desaparecí entonces, probablemente también de la agenda de más de uno, dejé mi ciudad, me repuse de un par de cirugías y volví a liarme la manta a la cabeza con la certeza de que siempre caminaría solo luchando contra esa soledad y que lo haría por puro instinto.

Me mueve todo lo que siento que debo hacer, pero ¿qué sentido tiene tanto trabajo acumulado a la espera de no sé qué? Por alguna razón que desconozco creo que hoy tampoco lo descubriré.

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Publicado en Notas