Continué por la 340 en dirección Facinas, por donde quería pasar para recordar mi experiencia de diez años antes.
Pasé de largo por Tahivilla y un poco más adelante me detuve en un cruce. Estuve pensándolo un momento: me apetecía conocer Zahara de los Atunes, había escuchado que era un pueblo precioso y lo tenía muy cerca. No lo dudé, me desvié hacia la izquierda para volver al mar, a aquel mar azul que tanto me había impresionado.
Antes de llegar a La Zarzuela, tomé unas fotografías del paisaje. Hacía mucho que no veía un paisaje tan limpio de civilización, tan sencillo y limpio. Además, aquella mañana la luz era preciosa y no quise desperdiciarla.
Después, Barbate, más fotos, preciosa vista del pueblo, las marismas por el Parque Natural de la Breña hasta plantarme en Caños de Meca, que encontré vacío, las playas inmensas con sus dunas blancas redondeándose aún más con el viento que otra vez se había levantado. Compré una botella de agua fresca y me dirigí al otro extremo de la playa con unas ganas enormes de tomar el sol durante el resto de la mañana.
Conil.
Roche.
Sancti Petri.
La Barrosa.
Pasado Roche quise asegurarme de la ruta correcta para llegar a Chiclana por el camino más largo, y pregunté al primero que había allí, que resultó ser otro de mis ángeles de la guarda, que estaba esperando a que yo pasase por allí más perdido que un pulpo en un garaje.
Me alimentó, me dio cobijo y conversación, proporcionó seguridad para mi bicicleta mientras yo disfrutaba del mar y las olas para curar mis heridas. Entonces formó parte de mi viaje por derecho propio. Aquel ángel se llamaba Fernando.