Yo soy enfermo de Hidrosadenitis Supurativa.
La Hidrosadenitis Supurativa, también conocida como Hidradenitis Supurativa o enfermedad de Verneuil, es una enfermedad cutánea crónica, inflamatoria y recurrente que se caracteriza por tener zonas inflamadas localizadas normalmente alrededor de las axilas, las ingles y zona anogenital. Estas zonas inflamadas suelen incluir lesiones en forma de nódulos, abscesos y fístulas y normalmente aparecen en lugares del cuerpo que albergan glándulas apocrinas, así como debajo de las mamas, en las nalgas y en la cara interna de los muslos, donde roza la piel.
En el año 2004 me diagnosticaron la enfermedad tras un primer episodio leve. Desde entonces he pasado cinco veces por el quirófano con brotes cada vez más severos que, en más de una ocasión, me impiden llevar una vida normal.
“En lugar de conformarme llevo peleando más de quince años contra el infierno que puede llegar a suponer esta enfermedad y, aunque en algún momento me he planteado abandonar, siempre he reemprendido la marcha sin dejar de planear nuevas etapas. Es mi forma de vida, la que he elegido y con la que llevo comprometido desde hace ya muchos años.”
Esta vez he colaborado con ASENDHI, la asociación que acoge a los enfermos de HS como yo, para visibilizar su labor, reivindicar sus objetivos y dar a conocer una enfermedad considerada como la enfermedad dermatológica que peor calidad de vida ofrece.
“Me esfuerzo para que no suponga un impedimento, nunca busco en ella una excusa y, a pesar del deterioro físico y anímico que supone padecerla, mantengo viva la ilusión.”
Ibérica 2019: el viaje en 25 imágenes
En mi memoria, el recuerdo de las tormentas del año pasado y en mis piernas la fuerza que necesito para escapar de éstas.
En la carretera soy el ser más vulnerable del mundo, el tráfico, el viento, la lluvia, la gente, la mecánica, mi enfermedad o mi propia cabeza, entre otros mil factores, pueden echar abajo mi plan en cualquier momento. Practico el ejercicio de automotivación continuamente, sin descanso, manteniendo viva la llama del viaje dentro de mí.
En el kilómetro 600, a los 11.000 de vida, la rata se queja con un crujido y se queda quieta al borde de la carretera. El eje trasero reventado, todos los rodamientos desparramados por el asfalto, el cambio inservible y sin freno. ¡Vaya panorama, empezamos bien!
Rui viene a buscarme al final de la tarde, yo empujé la bici varios kilómetros por el arcén mientras maldecía mi suerte. Me costó pelear contra la idea de que algo me estaba aconsejando no hacer este viaje.
Tres días después volví a la carretera con la bicicleta más fina que nunca, volví a pasar por el mismo kilómetro, un 38, absolutamente sugestionado y pedaleando con la máxima delicadeza.
Camino del Delta del Ebro, con el cielo amenazando lluvia, monto el campamento. Éste es uno de los ciento diez en los que descansé a lo largo de todo el viaje. Pronto tendría que dejar de utilizar el toldo de plástico para poder dormir bien.
Aunque es un acto reflejo y desde que me subo a la bici a primera hora de la mañana voy localizando buenos lugares para acampar, desde la media tarde voy seleccionando el mejor, procurando que quede oculto de miradas indiscretas, protegido del viento excesivo y, si puede ser, sin maleza alrededor para poder cocinar sin miedo.
¿Quién está preparado para una traición? Traición es el incumplimiento de las promesas que se hacen en Logroño.
Llegó el temporal y descargó durante tres días sin descanso. Nadie atendía a mis llamadas y, gracias a Gaspar, pude refugiarme aquellos tres días en el cuarto de baño de su restaurante de carretera.
Abandono la venta y es imposible no mirar atrás, es la cuarta vez que paso por este lugar y todas ellas han sido muy positivas. ¡Hasta la próxima vez, amigos!
Dejo las nieblas atrás, pero el cielo nublado continúa ahí y, a los lados de la carretera, docenas de construcciones abandonadas que forman parte de la inmensa colección que llevo ampliando desde finales de los años 80. Son mi pasión y el sabor de todos mis viajes, con fotografías voy escribiendo renglones del diario de este largo viaje que ya cumple 12 años.
Una vez más, es lo único que amo. No es la bicicleta idónea para que otro que no sea yo viaje. Me encanta fotografiarla, sentirla rodar en el llano, sufrir su peso e incomodidad en las subidas. Mantengo largos diálogos con ella en las rectas interminables y le ruego que aguante un día más. Sólo llevamos un año y medio juntos, pero los lazos que nos unen son fuertes, hemos vivido muchas cosas juntos y quedan aún muchas por llegar.
Nueva tormenta de recuerdos. Sabía que iba a suceder y, a pesar de ello, decidí parar y descansar allí. El lugar me resultaba familiar, sabía moverme por él y, además, sentí la necesidad de entender y escribir la respuesta, cerrar el capítulo o, al menos, encontrar el camino para empezar a olvidar. Me topé conmigo mismo a la vuelta de cada esquina, de la mano de su memoria, que se mezclaba con capítulos escritos veinticinco años antes.
Lavé la ropa sucia del alma y allí quedó la mancha, diluyéndose en las corrientes frías de la Cala del Aceite y El Algarrobico. Desapareció ésta finalmente, y yo después por la carretera bajo el sol abrasador del desierto.
Etapas que son páginas de mi biografía. Recorrí muchos kilómetros llenos de recuerdos absolutamente tiernos que hacen desmoronarse al alma, días para acordarse de lo que ya no está. Oportunidad para templar el alma, despertar lo más dormido y releer páginas.
Estremece ser el espectador de tu propia infancia, volver a jugar arrodillado en la arena, sentir la cola de las olas acariciarte las puntas de los pies, chapotear en un mar de lágrimas sonriendo, con ganas de gritar y reír sin pensar, sentirte diminuto y paladear los momentos en los que recorres en silencio las calles sabiendo que por allí pasaste hace medio siglo.
Atrás había dejado el hormiguero, la costa hiperurbanizada, los parajes más especulados del país y los desayunos corrientes a cinco pavos porque allí «se vive del turismo», la excusa para sangrar la cartera de extranjeros incautos y también la de nacionales a los que no nos ha quedado más remedio que caer en alguno de esos lugares, como yo.
Aparecen para mí las primeras playas blancas, enormes y vacías. El blanco de la arena, el azul del mar y el del cielo. Refresco la garganta con una botella de agua fría y me escondo de la civilización en uno de los extremos de la playa para darme un baño y arrancar de mi piel el sabor de los últimos días. Desnudo entre las olas observo un par de mujeres detenidas delante de la bicicleta.
A partir de aquí empiezo a descontar kilómetros hacia el norte. Un mes viviendo en la misma carretera, volviendo a visitar aquellos lugares que tanto calaron en mí. En mi mente, completar un archivo que servirá para llenar los huecos de la memoria que puedan venir en el futuro. Vou fazer a EN2.
Conocí a un compañero de viaje muy especial, Mario. Compartimos tiempo y espacio durante un par de días, hablamos mucho, encontramos convergencias en nuestra vida y buscamos soluciones para arreglar el mundo a última hora de la noche en una terraza.
La región del Alentejo, quizá una de las más humildes del país. A ambos lados de estas rectas interminables, la dehesa inmensa y, en los pueblos, el blanco impecable de los muros encalados, los vivos colores en las casas, la alegría que contagia este sol y el calor del principio del verano.
La comparación es inevitable, me gusta más que el nublado de 2018. Más rat, más hobo, no sé …
Contacto humano. Me hacía falta.
David, Ana y Derrick construyeron el día y llenaron el vacío que muchas veces encuentro en la carretera, con conversaciones a base de fragmentos de vida.
Por la noche me acuesto con un ánimo diferente, aunque la noche se me echa encima y no consigo encontrar un buen lugar donde desplegar el campamento.
No me importó, aquel día era el preludio de la mejor jornada de todo el viaje.
Después de más de diez kilómetros ascendiendo sin descanso con un calor insoportable llegamos al alto. El grupo, disgregado, se ha detenido en una sombra y esperan a que vayamos llegando los más rezagados. Un breve tramo casi plano y, de repente, otros diez kilómetros de vertiginoso descenso lleno de curvas y casi sin tráfico hasta Gois. Todos los esfuerzos tienen su recompensa.
Siempre me entra la misma duda cuando llega este momento.
Pienso en una despedida. Todos los viajes empiezan igual, y eso significa que aquí termina uno, en muy pocas pedaladas cruzo la frontera y empieza la cuesta abajo. Tiempo maravilloso en la comarca —que dicen— más humilde de todo Portugal. Y yo, sin embargo, la veo rica, muy rica, un paraíso.
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(Boadilla de Rioseco, Palencia. 30 de junio de 2019)
Brutal ola de calor africano. En la planicie desnuda de Tierra de Campos me desvio hacia un lugar diferente donde el arte brota en cada esquina. Entre trago y trago de agua recalentada, la piel abrasada y la ropa empapada de sudor, me reencuentro con Juan Carlos, un viejo amigo y le abrazo para que lo sienta.
Encuentro una razón, un soplo de aire que me revive, un compromiso que, a mi manera, le dedico de forma muy personal.
Marco en el mapa de mi memoria el lugar con un trazo en rojo para no olvidar, por si la vida me vuelve a traer aquí por la razón que —ojalá— sea.
Como un calambrazo puso todos mis sentidos en alerta. Cuánto más habría querido poner sobre aquella mesa, todo lo que quedó por hablar hasta que el imbécil celoso aquel decidió reventar el momento. Ejercicio de autocontrol y despedida desoladora: no te voy a olvidar.
Un último atracón y, de postre, dos desiertos: Bardenas Reales y Monegros, un clásico de mis viajes.
Las ganas de terminar me empujaron lo sufuciente como para cruzarlos en una sola etapa, 130 kilometrazos y un dolor insoportable que tuve que tragar con abundante agua y el pensamiento continuo de la piscina en la que me habría metido, sin pensármelo y si hubiese podido, con la bici. Habría sido un final apeteósico. ¿Que no?
Notas para un diario
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