“Nunca nos equivocaremos si, tratando de averiguar el ideal de belleza de un hombre, examinamos el camino por el que satisface su impulso de juego.”
—Friedrich Schiller
Recuerdo haber leído, aunque no dónde, que cuando los Agentes del Imperio dibujaban un mapa, al instante el panorama cambiaba según su capricho creador. Después de cada intervención nada recuperaba ya su aspecto y quedaba congelado hasta que otra patrulla volviera a coger el lápiz.
Así había sucedido toda la vida, el mundo se podía recomponer en cualquier momento volviéndonos locos a todos, y la tarea de reconocerlo en cada despertar se llegó a convertir en algo tan trabajoso como imprescindible porque algunas veces las transformaciones sucedían de noche y la memoria debía olvidar todas las ficciones aprendidas anteriormente.
Todo había perdido sentido en un mundo líquido donde las referencias se evaporaban, también dejó de tener sentido cartografiar los lugares por los que pasaba y anotar las distancias entre los diferentes campamentos y todo lo que había estado haciendo desde el principio. Tantas formas había tenido el mundo en mi cabeza que su imagen terminó diluyéndose, la realidad era producto de una pesadilla en la que me veo caminando por una poza de barro a pleno sol, dando vueltas, mareado, extenuado.
Un clic retrataba mi vida en una sola imagen y el cielo, como un decorado, me caía encima a jirones. El mundo estaba mudando su piel, que se desplomaba en el suelo dibujando nubes de polvo que quedaban suspendidas en el aire durante un buen rato. Por debajo se vislumbraban manchas de un color que unas veces era el original y otras, mirado desde lejos, resultaba irreconocible.
Frente a mí, la mochila hasta arriba de recuerdos es la metáfora paradójica de la vida. Ya que siempre había estado acarreando demasiado equipaje, en ésta me propuse cargar lo justo y, como siempre, la cámara para ir escribiendo sobre la marcha.
Ordené todo en bolsas. En una, ropa enrollada, y no doblada, para ocupar menos volumen. En la segunda víveres modularizados para, mínimo, cuatro días; en un neceser aparte, esparadrapo, crema hidratante y, cuando no me la olvido, crema protectora. Además, un cepillo de dientes que rara vez utilizo, muestras de dentífrico y algún comprimido de ibuprofeno. El resto es absolutamente prescindible.
Un saco de dormir es la inversión más importante, porque el descanso es la garantía para poder continuar. Hay que utilizar el que garantice un mayor número de noches confortables, porque no sé qué es peor, pasar calor o pasar frío. Hay que tener en cuenta el espacio que ocupa en el equipaje, porque debe ser el menor y debe aprovechar los huecos de la forma más eficiente. Junto a él, la funda de vivac y una esterilla plegable.
En los huecos entre las bolsas introduje alguna vez un libro con idea de matar los tiempos de espera, pero fue sólo hasta que me di cuenta de que lo que había venido a hacer era mi propio libro, y no a leer el de otros. Desde aquélla no me recuerdo ni una sola vez leyendo en ruta. Así que ya no hay libros dentro de mi equipaje, ni siquiera el cuaderno negro y apaisado con el que empecé a viajar. Un impermeable siempre en su lugar y un frontal en el bolsillo —si me cambian esto, la liamos— y un estuche con cargadores, baterías, cables y apechusques varios amalgamados en completa desarmonía.
El agua se encuentra, o no, en el camino. En ruta, con calor, puedo llegar a beber casi un litro de agua cada diez kilómetros, pero he comprobado que se pueden pasar tres días con medio litro de agua y dos sin comer bocado y sin parar de caminar incluso bajo el calor más cruel del verano. Más allá de eso no me atrevo a asegurar nada.
Me gusta suponer que Bías de Priene, antes de salir por patas para evitar que el Imperio le cayese encima, debió pensar algo similar a esta lista, y que en el momento de partir alguien le preguntó por sus enseres; él respondió que ya llevaba consigo todo lo que necesitaba. Después su frase se tradujo al latín y vaya usted a saber por qué esotérica razón ha terminado alentando mi propio viaje.
Si fue feliz, comió perdiz o qué paso me da igual, porque no me importa algo que no identifico. Lo que sí puedo asegurar es que el día que terminé este primer ejercicio me sentí con las manos tan llenas que, cuando conseguí contener la emoción, llamé por teléfono y le conté mi historia a quien estaba al otro lado del cable tal y como había imaginado mil veces en cualquier arcén.