Imaginé el despoblado a principios de cualquier primavera o finales de un invierno como el recién terminado, frío y desangelado. Imaginé en el interior de las viviendas todo el mobiliario que había visto en el Museo y lo impregné de un olor a leña quemada porque, aún en primavera, es habitual encender fuego en las casas.
Afuera, el murmullo del Linares retumba en las callejas, de las hojas de la yedra gotea el abandono y el sol se filtra horizontal alumbrando un bosque gris desnudo. Algunos brotes de hierba asoman timidamente entre hojas muertas, al pie de los muros derruidos y cubiertas de escarcha, entre las piedras y en la base de los álamos.
La bruma se disuelve en la luz de este primer sol, que empieza a iluminar las calles sin atreverse a doblar sus esquinas y revela las texturas brillantes de la piedra.
Un olor dulzón satura mi olfato.
El patio de la casa Giménez permanece en penumbra, aunque un rectángulo de color en el fondo del pasadizo por el que se llega pinta la estampa de buenos días. La maleza incomoda el paso hacia la casa, sin puerta desde que alguien la robase hace mucho tiempo y, con ella, todo lo demás.
Nunca entro en una casa sin permiso, aunque ya haya sido violada infinidad de veces y no quede nada dentro, aunque sus dueños se hayan olvidado de que ahí dejaron una parte de su vida desvaneciéndose con el tiempo. Me da vergüenza, no quiero que el tío Tal o la tía Cual se enteren un día que anduve por sus casas sin su permiso o que husmeé en sus habitaciones vacías; no quiero que piensen que he sido yo quien ha pintado en sus paredes lo que no aparece en las mías. Yo respeto estas viviendas y sus historias.
En la gélida umbría del patio las zarzas crecen por todos sus rincones, me asomo por el hueco de la puerta para observar el magnífico empedrado del suelo y me pregunto cuánto tiempo llevó terminarlo, cómo lo harían. Eran unos maestros. Me deslizo hasta el primer piso, pero sólo hasta el primero, solamente hasta la habitación en la que los sueños escaparon por la ventana un día en que el sol no calentó la estancia. Me asomo al balcón y observo durante unos minutos el paisaje, la baranda oxidada, el techo, las esquinas, una cama que me inspiraría otros mil cuadros y sus respectivas pesadillas y abandono el lugar a toda prisa pensando en colchones raídos y en sus rellenos pudriéndose a la intemperie. Retumban mis pasos bajando por la escalera angosta y, en completo silencio, exploro sus estrecheces cuidándome de las piedras en lo alto de los muros de las casas. Se pueden escuchar los pájaros a lo lejos, porque por aquí no se acercan hoy. Por aquí sólo se dejan caer más de lo necesario algunos para manchar con nombres, fechas y mensajes en el yeso de las paredes que aún se mantienen en pie. Escriben con pintura para ser recordados por los siglos de los siglos como los más vándalos de todos. ¡Qué razón tenía quien me dijo un día que “la mejor protección es el olvido”.
Fuera del pueblo busco mi saco de dormir, que dejé extendido al sol para evaporar la humedad del rocío. Tomo las últimas fotografías de la muda torre de la iglesia, lo único que queda en pie porque nadie lo ha podido robar, y retomo, despotricando, el Gran Recorrido que me lleva hasta El Pueblo. Allí rompo una norma: pago por una ducha para sacarme esta sensación de asco que se me ha pegado al alma.