Me he desviado hacia el puerto a pesar de que el tiempo empeora por momentos. Sopla un viento del norte gélido y algunas nubes se deshilachan descendiendo por la ladera a toda velocidad, rabiosas rachas de viento me han agitado durante toda la mañana haciéndome perder la línea recta donde no encontraba protección; la hierba golpeaba el suelo con violencia a un lado y al otro, al punto siempre de ser arrancada como mechones de pelo. Me he sentido como la hierba, zarandeado.
Me entrego al sufrimiento para evitar quedarme en tierra de nadie, pretendiendo alcanzar el siguiente pueblo para encontrar refugio en sus calles siempre desiertas. Aún perdura en mí el recuerdo del verano pasado, bajo aquel sol inclemente, yo tumbado en el césped fresco de dos almas caritativas que me habían acogido; me ofrecieron agua, refrescos, cerveza y todo lo que pudiera necesitar y tuvieran, incluida la sombra en la que me dormí, rendido, durante media hora. Tan mala cara debía traer que me dejaron descansar a solas.
Al despertar me sentí muy cansado, pero continué mi ruta hasta la siguiente aldea, en donde decidí acampar.
Hoy nada pintaba igual, no encontré una sola casa habitada ni césped acogedor. En lugar de almas caritativas sólo se escuchaba el lamento incesante de las Úrguras, que se me antojaron como señoras oscuras y misteriosas que recorrían las callejas con pasos largos, musitando una letanía atávica y con el rostro oculto. Un golpe de viento las sacaba del pueblo, pero aparecían por otra esquina de nuevo —no sé si eran las mismas, pero se parecían mucho—. Las sentía en grupos pequeños, con sus cabezas gachas, el caminar nervioso y esas oraciones. Eran huidizas, tétricas y flacas, con nudosas venas azuladas que se dibujan bajo la piel quemada de sus manos artríticas y me miraban, escondidas en pañuelos, con ojos opacos. Desde que leí por primera vez sobre el asunto sé que el nombre se refiere, tan sólo, al sonido del viento que trae malos augurios, pero hoy me he asustado.
En medio de la calle principal del pueblo giro sobre mi mismo y, cara al viento, todo se vuelve borroso. De mi ojos, quizá irritados por el frío, brotan lágrimas de desesperación; miro mis manos, que están rígidas, coloradas e insensibles y me descuelgo la mochila dejándola caer en medio de la calzada. Derrotado, me tiemblan las piernas, me duele la cabeza y no dejo de moquear. Me está volviendo loco este viento.
Llamé a gritos al viejo sabiendo que el viento se llevaría mis palabras despedazadas. Al no obtener respuesta me rompí por dentro y, lleno de rabia, arrastré sin cuidado la mochila hasta el arcén, donde rodó sobre sí misma quedando panza arriba; me dejé caer sobre ella cubriéndome después la cabeza con la capucha. Así, ovillado, me apreté contra el muro semioculto por la hierba.
En toda aquella mañana no pasó un alma, un sonido de chapa era el latido de la aldea, el cielo se oscurecía una vez más y empezaron a caer finas gotas de agua que en pocos minutos me habían empapado. Tiritando me volví a colgar la mochila con idea de llegar un poco más allá, al pueblo que había más arriba. Alimentaba la esperanza de poder tomar algo caliente y meterme en el saco antes de que el agotamiento petrificase toda mi persona. Sentí un dolor espantoso en los pies al levantarme y traté de ignorarlo, supuse que en un rato cesaría y que después podría acelerar el ritmo para completar los últimos dos kilómetros de jornada. Atravesé el pueblo renqueando, marcando el paso con la respiración, con el ceño fruncido y persiguiendo señoras que me empujaban para que me largase de allí por mi camino.
No conseguí llegar al pueblo, me quedé en la entrada como un despojo, empapado, tirado bajo el porche de la iglesia al anochecer. Imaginaba risas a mi alrededor y sólo encontré fuerzas para implorarles que me dejasen en paz.
Dentro del saco, deseé que la noche fuera eterna.