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El primero

Podríamos haber elegido otro destino si hubiésemos quedado en otro lugar, si las circunstancias hubiesen sido otras o si cualquiera de los que coincidimos aquella tarde hubiese sido picado por el bicho de cualquier otro interés. Sin embargo, a todos nos pareció bien el plan, era mejor que quedarnos sentados en los bancos de la cafetería de la Facultad de Bellas Artes y un alternativa mucho mejor que copas, rock y calentonas de viernes por la noche.

No recuerdo si llevábamos qué comer, pero sé que sí llevábamos donde dormir: unas tiendas de campaña que uno había conseguido en el Club de Montaña de Ingenieros Forestales y, para desplazarnos, estaba la Vanette aparcada en la calle, con el depósito lleno y nada más dentro. Vayan pasando, acomodados cada uno en su lugar, nos echamos a la carretera con la manta bien liadita en la cabeza. La oscuridad de la autovía nos engulló y nos adentramos en territorio desconocido con la música a todo volumen y la emoción desatada, al menos por mi parte.

Como era mi costumbre, cargué mi equipo de fotografía porque me olí que de allí iba a salir algo gordo. ¿Gordo? ¡Y tanto que lo iba a ser! … o quizá lo era sólo para mí. Pues eso, era importante para mí y no pensé en otra cosa.
 

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Entrada al despoblado. 2004

Algunos años después volví a aquel lugar, el río permanecía igual que cuando lo conocí, pero del resto del pueblo ya no quedaba piedra sobre piedra y había sido completamente devorado por las zarzas.

 
Hacia el kilómetro setenta y tres o setenta y cuatro nos detuvimos para cenar algo. Yo había reservado el dinero de la comida para la hora de la cena, por si acaso, y rasqué el fondo de mi bolsillo buscando algunas monedas con las que pagar la hamburguesa que habíamos pedido a un camarero que, junto a un par de ancianos que estaban sentados en la puerta, racanearon explicaciones. Los cuatro atendimos en silencio y sólo hablamos para segurarnos que habíamos comprendido las indicaciones que nos habían dado.

Continuamos y, en cuanto las ruedas de la Vanette tocaron la tierra del camino, nuestro ánimo cambió. De la euforia de un viaje pasamos a la inquietud de una aventura incierta, la música se silenció y todos nos incorporamos para estar atentos a cualquier marca que pudiese indicar que el camino era el correcto. Pasaron los kilómetros, las vueltas y las revueltas, rodamos entre bosques de abetos, hayas y robles durante mucho tiempo y, a las dos o tres de la mañana, encontramos una curva despejada e iluminada por la luna, en la que aparcamos. Montamos rapidamente las tiendas en donde ni se me ocurriría hacerlo ahora mismo y, agotados aunque nerviosos, nos introdujimos en ellas.

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Amanecer de invierno, 1990
Mi primera fotografía de un pueblo abandonado.

 
El primero en despertar salió de la tienda sin que nos enterásemos ninguno. Al poco salí yo, y estuve paseando por los alrededores de la tienda. Vagué un poco más allá, cámara en mano, y me asomé al balcón del valle para tomar la primera fotografía de un despoblado de mi vida. Para mi sorpresa, habíamos acertado con el lugar de acampada. En el valle, un grupo de construcciones de piedra se ordenaba en un sencillo caos de la solana. Rodeando el pueblo, un número indeterminado de tablares con sus vallas destruidas por el tiempo y las zarzas me explicaron la ocupación de quienes poblaban esa tierra hasta su abandono.

Comenté el escenario con mi amigo, que había aparecido correteando por un camino entre jaras, en calzoncillos y visiblemente contento. No sé si llegó hasta lo más profundo del valle, pero sí había visto las casas. Decidimos esperar a que los otros dos despertasen para decidir lo que ya estaba pensado el día anterior: bajar. Así que nos sentamos en una piedra al sol de invierno.
 

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Tejados y muros en 1990
Fotografía tomada mientras paseaba solo por el despoblado.

 
Antes de la hora de comer entrábamos a la aldea por las parcelas del río, mirando a un lado y a otro y sin saber si en aquel lugar aún viviría alguien. Cuando nos adentramos en los callejones, completamente seducidos por el alma de aquel lugar, nos dimos cuenta que no era así y, sólo entonces, nos atrevimos a hablar. Comentábamos cada detalle y, mientras unos propusieron comer, otros preferimos una expedición por el pueblo. Finalmente, descendimos hasta la parte baja del pueblo, donde una campa limpia y con árbol en su extremo más alejado nos ofreció su hospitalidad.

Después de organizar el campamento definitivo buscamos piedras y madera para hacer una hoguera cuando cayese la noche y, hasta que el grito de nuestras tripas fue insoportable, no nos sentamos a comer.

Alguien propuso una excursión en bicicleta. Dos se animaron, otro prefirió explorar los alrededores hasta el río y yo me quedé solo tomando algunas fotos de los muros reventados. Aquello sólo olía a campo, llevaba demasiados años abandonado para conservar olor humano alguno y, para encontrar algo parecido a eso, pensé que tendría que buscarlo en una vivienda sin puerta. Tampoco. Dentro, tan sólo había una mesa redonda con una antigua botella de DYC vacía encima, eso fue todo el rastro humano que encontré. Por supuesto, lo fotografié imaginando un interminable monólogo del protagonista de “La lluvia amarilla”, que acababa de terminar de leer. El pueblo agradecía nuestra visita al tiempo que relataba la soledad de su día a día.

No quise husmear más, salí de allí por donde había entrado, atravesé de nuevo la nube de moscas y fotografié la puerta del establo que custodiaban éstas. Después continué tranquilamente calle abajo.
 

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Muros y puertas en 1990
Fotografía encontrada mientras buscaba olor humano.

 
Con la caída de la tarde la pradera que era nuestro lugar de acampada se cubrió de sombra y refrescó bastante, como correspondía a la estación en la que estábamos y porque se levantó una brisa húmeda. Poco a poco fueron llegando mis compañeros de aventura por diferentes esquinas del despoblado, dos de ellos comentaban a voces las interminables rampas que se habían encontrado. El tercero dijo que más abajo se juntaban en una poza gélida y negra los dos arroyos que flanqueaban el despoblado y yo, que tan sólo había estado paseando entre muros derruidos, callé lo que había sentido pensando que en ese momento no importaba demasiado, me lo guardé hasta que una noche, mucho tiempo después, se me ocurrió escribir unos párrafos bastante poéticos sobre aquel episodio que añoraba con todas mis fuerzas.

Esa noche, la sensación de impotencia que se suele sentir al estar enamorado en la distancia me sumió en un estado de melancolía irremediable y tomé conciencia de la imposibilidad de estar junto al objeto amado, al menos por el momento.

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Publicado en Donde habita el silencio

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