De la noche a la mañana todo se había transformado, un manto de nieve vistió al paisaje de invierno y éste enmudeció al instante. Me gustó la escena, pensé que aquello podría ser lo que llevaba buscando por el Norte y por el Sur y por sus otras periferias, en el mar y en la montaña día y noche. Supe al instante que allí tenía que excavarme, hacer hoyos, zanjas, desmontes, galerías subterráneas y pozos y comprender que cualquier momento encierra un universo de energías que fluyen siempre puras.
Dando un larguísimo paseo observé la nieve sobre los espinos que bordean el sendero y deduje que las huellas que me perseguían eran un rastro que desaparecería enseguida. Escribí sin tinta, memoricé aquello a la vez que aquel lugar haría conmigo porque, para aquellas ruinas, yo era parte de la historia de los que por allí pasan. Dejo, pues, constancia de todo esto en mi tarjeta de memoria; en sus archivos me veo caminando entre los muros caídos de una aldea cuyo nombre a nadie importa.
Las nubes rasantes, pesadas, oscuras, golpean contra mí y contra mi cámara durante horas, repostan nostalgia en medio del desierto para sobrevivir.
Fue entonces cuando conocí al Abuelo en la grabación de una cinta magnetofónica. Le imaginé sentado en una silla en la penumbra de la cocina, relatando con melancolía su pasado entre cantes y toses. ¿Estaría intentando agarrarse a esa vida que se le apagaba al son de aquellas estrofas o cantó aquellas canciones como ritual para su último viaje, el de vuelta al seno de la Madre? El círculo se tiene que cerrar.
En el frente se encontró con su hermano. De qué no hablarían aquellos dos hombres ocultos en medio de la noche en la ribera del Ebro.
Trabajó de sol a sol por un pedazo de pan o una pieza de tocino. Emigró, y de Nanclares de la Oca, donde, contaba, alguien se suicidó un día saltando a las vías del tren que pasaba cerca. Allí trabajó en la azucarera de Vitoria, y después fue a Logroño.
Traía siempre los jornales ahorrados a casa …
Me contaron que antes de morir no dejaba de repetir la misma frase, y yo le pregunté si había visto al viejo, si se había parado a hablar con él a la sombra en un recodo, o en el ribazo, quería saber cómo le había visto. Le describí su aspecto por si eso podía ayudar, y algo contó de África. Podría haber sido más, pero abrevió, señaló hacia el Alto de las Brujas … y se esfumó.
El Secreto está en sus cantes, me lo reveló el nieto.
¿Quién me manda?