Que siempre digo que prefiero viajar en solitario, que no me gusta compartir las decisiones, que me cuesta convivir y que me estoy volviendo un cascarrabias, que no quiero estar con quien rompe mis caprichosos silencios. Sí, soy difícilmente adaptable, no me interesa adaptarme a según qué cosas y, sobre todo, a según qué personas, pero en Pedrogao Pequeno dejé aparcada mi mala leche en la entrada de aquel parque donde nos metimos a almorzar después…
Empiezo por el principio. Había parado en un bar a las afueras de Pedrogao Grande. Hacía un calor insoportable y me acomodé bajo el parral que había en la entrada. Me bebí toda el agua que llevaba en el equipaje y rellené la botella. Aún me quedaba media taza de café y no tenía ninguna gana de pedalear. Un grupo de cicloviajeros pasa por la carretera, les saludo levantando la mano y ellos entran en el aparcamiento. Son cinco y son portugueses. Nos saludamos y me preguntan sobre la bicicleta y sobre mi viaje. Yo les pregunto si están haciendo la misma ruta que yo, que qué les parece, si la conocían y todas esas cosas. Ellos me piden permiso para hacer unas fotos a la bicicleta y les digo que sí, claro. Nos despedimos y ellos continúan su camino.
Pasada la media mañana paro en otro lugar a tomar un refresco y un sande de queso. Eso será, probablemente, todo lo que coma a lo largo del día, por eso como lentamente, para saborear cada bocado. De repente vuelven a pasar los cinco portugueses, pero esta vez no se detienen, continúan el camino saludándome desde el arcén y haciendo sonar una bocina. En la terraza del bar todo el mundo comenta la gracia de la escena y me miran. Me río y encojo los hombros porque no puedo hacer otra cosa. No me gusta llamar la atención, pero esta vez soy, de alguna manera y sin pretenderlo, el protagonista.
Estoy a la entrada de Pedrogao Pequeno, tengo la oportunidad de sellar mi pasaporte allí y decido dar una vuelta por el pueblo. Además, tengo el capricho de comer algo de fruta y es la hora de cierre de las tiendas, así que me apresuro para encontrar un lugar. Sigo las indicaciones de una mujer y, cuando llego a la única tienda que permanece abierta a esas horas, veo las cinco bicicletas de los portugueses aparcadas en la puerta. Han tenido la misma idea que yo, volvemos a coincidir y nos saludamos de nuevo. Después de sellar nuestros respectivos pasaportes, buscamos el lugar donde comer. Yo sigo con mucho hambre, a pesar de haber devorado el sandwich, y les voy a acompañar. Por eso nos acomodamos protegiéndonos, como podemos, del sol en aquel parque frondoso, porque hay muchas sombras y césped al que no me resisto y en el que me tumbo, porque el frescor aquel me saca de la realidad del sufrimiento sobre mi rata y me proporciona un bienestar que no tiene precio. Y de repente Deni nos regala el momento del día que se convirtió en el chute de energía que movió mis piernas y mi ánimo cada mañana del resto de mi viaje. ¿Cómo iba a saber él la cantidad de veces que aquella melodía me levantó el ánimo del suelo?
Imposible.
— ¿Adónde váis?
— Queremos llegar a Gois…
— (¡Ostrás!) ¿A Gois?
— ¿Tú?
— No, yo me quedo antes, son muchos kilómetros para mí…
No, no lo son, no lo fueron. En cuanto abandonamos aquel lugar lo supe, quería llegar a Gois y quería ir con ellos. Era la etapa reina de la EN2 y mis ganas estaban en los mínimos. La carretera hasta Gois, con ese puerto interminable de más de diez kilómetros serpenteando entre pinares y esa vista desde arriba. Después ese descenso lleno de curvas que, de no ser por el imbécil que se empeñó en jodérmelo intentando hacerme una fotografía desde un coche aun poniendo en riesgo mi vida en cada curva, habría dejado registrada una velocidad superior a los setenta kilómetros por hora.
— ¡Pues me voy con vosotros!
Nos pusimos en marcha, a diferentes ritmos, cada uno al suyo porque todos sabíamos que la subida era larga y todos queríamos llegar al final. Paramos a descansar sólo un par de veces, en Picha y a sólo medio kilómetro del final del puerto. El calor era insoportable, pero después de un tramo más o menos plano, la carretera se desplomaba hasta el mismo pueblo de Gois, donde les esperé durante más de quince minutos. Entonces aparecieron.
Por la noche estaba cansadísimo, no pude acompañarles a dar una vuelta por el pueblo. Por eso me despedí de ellos antes de meterme en el saco, porque sabía que ellos iban a madrugar mucho para hacer otra etapa maratoniana que yo no quería hacer. Yo quería ir más despacio, quería ver más, quería hacer más fotos, quería conocer más gente, hablar con ellos, comer con ellos y estar con ellos.
A la mañana siguiente Deni se acercó a mí en silencio. Yo les había escuchado mientras recogían el campamento, pero había vuelto a dormirme. Volvió a despedirse de mí y me dio un papel que, sin abrir los ojos, guardé.