Durante los dos días que pasé en Almería sólo pude pensar en ti. Revolví, no sé si de manera errónea, sedimentos que emergerían a traición más de una vez durante los siguientes meses y me obligué a escribirlo todo en mi bitácora para rellenar las primeras horas de aquella tarde en la que, asfixiado a la sombra, escuchaba el irritante arrullo de una paloma posada en las ramas más umbrías de un árbol.
Te cuento: Algunos turistas pasan por delante de mí, van cargados con sus pertrechos playeros, toallas de colores, sombrillas y juguetes de niño. Tras ellos aparecemos nosotros a la vuelta de una esquina y nos dirigimos hacia la plaza, una parrilla de mármol donde se alinean sombrillas blancas que son un falso refugio contra el calor. Recuerdos de horas previas a la comida con sabor a cerveza fría. Nos veo charlando, pasando el tiempo sin reparar en que éste nunca se repetirá, sin importarnos el pasado y tampoco el futuro.
Hora de la siesta. Empapado de sudor, no he encontrado donde acostar mi baqueteado cuerpo. En la playa no hay una sola sombra y sólo queda sentarse en algún recoveco de un callejón blanco y azul.
Mil vueltas dábamos sobre las sábanas estiradas, con los ojos cerrados aunque no dormidos, intentándolo. La contraventana veneciana cerrada, la penumbra y el sonido de la televisión en el piso de abajo… La conversación en la terraza del tendido de sombra y mi bicicleta apoyada en la pared encalada.
— ¿Te apetece algo frío?
— ¡Vamos!
Las horas de descanso son mi mejor momento productivo gracias al editor de texto que instalé en mi smartphone. Los dedos se deslizan por la superficie del teclado convirtiendo pensamientos en palabras y recuerdos en verdades, mi yo supura nostalgia y traigo a la vida sonidos y olores antiguos, desentierro el calendario y releo páginas olvidadas, subrayo con lágrimas las palabras que llevo tatuadas en el alma para que no se me olviden nunca y me entrego relatando mundos para luego echarlos de menos. Leo y releo y, si me gusta, lo retoco; si no, siempre puedo pulsar «eliminar» y vuelta a empezar hasta que me dejo atrapar por la pereza y me dirijo a ahogarla en otro té helado a la orilla del mar.
La camarera me mira con cierta compasión, y me da por pensar que le gustaría sentarse a mi lado y preguntarme, pero es sólo porque me siento más solo que nunca.
Doy vueltas al té sin mirarlo, sin fijarme en el punto donde tengo clavada la mirada: el roquedo del lado izquierdo de la playa, donde un día, hace muchos años, grabé una salida de la luna antes de que fuéramos a comprar unas pizzas para cenar todos en aquella azotea en la que esa noche logré convencerte para que tú y yo durmiésemos bajo las estrellas. El lado derecho derecho de la playa es el que pintó Guillermo con sombras violetas mientras me preguntaba para asegurarse. Me doy cuenta de que nunca lo había querido fotografiar, es como si esa imagen te perteneciese a ti, pero hoy estás dentro de mi mente y tus deseos me pertenecen. Hoy el guión es cosa mia, yo dirijo la orquesta y tú sólo eres un personaje más. La protagonista, cierto, pero un personaje que no existes sino en mi creatividad.
Me he jurado no volver para no hacerme daño nunca más, por eso he dejado tendido todo el amor que me quedaba en una de las ramas de la plaza para que te caiga encima cuando te sientes allí el próximo verano, para que lo veas si eres capaz. Y no, no pienso volver a recogerlo porque yo ya no lo quiero.
Abandoné aquel pueblo con la herida abierta, sangrando, dejando un reguero por una carretera completamente vacía, con los ojos húmedos y el corazón lleno de pena. Ni siquiera miré atrás hasta muchos kilómetros después. Cuando estaba seguro de que ya no me dolería el blanco de las casas, ni la playa, ni nada, me detuve, aparqué la bicicleta a un lado y tomé una sola fotografía.
Hasta siempre, Agua Amarga, hasta siempre … hasta siempre.
El desierto
Pasaron los kilómetros uno detrás de otro y ni los conté. Pasé un pueblo, y varios más, me adelantaron varios ciclistas y no me importó, me paré a descansar sin motivo, volví a reiniciar la marcha y el viento me puso su mano en la espalda, empujándome. Sentí la bicicleta como si no llevase carga y empecé un descenso buscando la playa otra vez, dibujando cada curva de la carretera en un mapa imaginario que me esforcé en llenar de energía positiva con más fotografías de aquellos paisajes que veinticinco años después aún recordaba.
Aparecieron los primeros invernaderos, las redondez de las montañas sustituyó la línea abrupta de Los Filabres, conocí a un ciclista y quedé en hacerle una visita al día siguiente, llegué al pueblo en el que viví 381 días y no fui capaz de reconocer ni una sola de sus esquinas, en un taller reparé el faro delantero de la bicicleta y después de un rato de charla con el mecánico me alejé para buscar donde dormir esa noche.
A la mañana siguiente desperté mirando al cielo, no desayuné, me bañé en pelotas en una playa vacía y deseé que la corriente me llevara muy lejos. Quise desaparecer de lo insignificante que me sentía pero, obviando el dolor de la enfermedad a la que represento en este viaje, volví a la carretera.
Cambio de olor, cambio de perfil
El 3 de mayo, con viento de poniente, o sea, de frente, cruzo la invisible línea que separa Almería de Granada. La luz cambia de forma repentina, esa maravillosa luz de Almería que tanto me atrapó hace veinticinco años se tamiza en una atmósfera neblinosa. Ahora busco otro olor y, para eso, escarbo en las cunetas de las carreteras granadinas, pero no consigo distinguir otro diferente al de mi sudor. Hacia el túnel de La Rijana, bajo, subo y vuelvo a bajar, las piernas quieren explotar en cada descanso que me tomo en el arcén de esta vía sin alternativas.
Castell de Ferro, Almuñécar… La sierra, el viento y el tráfico casi me derrotan, pero llegué a tiempo de derrumbarme en la mesa de una terraza antes de que la camarera me trajese un bocadillo que devoré en muy pocos bocados.
Duermo como un niño chico esa noche, importándome nada ser descubierto. Me entrego al descanso sin importarme si esta noche el mundo se rompe, y ronco como si la paz anidase por fin, después del tumulto de los últimos días, en mi interior.
Ayer gasté veinte euros de forma absurda en una cena innecesaria, y ahora tengo veinte euros menos y una necesidad más: ahorrar dinero durante las próximas cuatro jornadas para volver a la normalidad, si es que es eso lo que busco, que ya ni lo sé.