El viaje puede evocar el pasado para bien, aunque también para traerme un rato de nostalgia. Aquel día, de forma inesperada, trajo al primer plano una infancia de la que recuerdo sólo fotografías muertas. Todo volvió a aparecer, era inexorable, incendiando la nostalgia. En mayor o menor medida, todos tenemos un interior melancólico al que le gusta escocernos retornando a ciertos lugares de la memoria. ¿Es posible renunciar a esas sensaciones? Los momentos se graban a fuego en nuestra memoria y ahí esperan su momento.
Pasadas las ocho de la tarde pisé de nuevo la playa. La arena, o mejor dicho, los guijarros del suelo, se mezclaban con cientos de conchas, restos vegetales arrancados de alguna lejana orilla, restos de basura de todos los colores y un olor a agua estancada que provenía de una lengua que, a modo de ría, penetraba hacia el interior serpenteando entre los ribazos. Por encima de ella un puente de madera de diseño moderno, pura vanidad inútil e innecesaria clausurada por ambos lados.
Caminé despacio hasta el mismo borde donde las olas perdían ya toda su fuerza deslizándose hacia atrás para someterse, una vez más, a la disciplina del eterno vaivén del mar. Una de ellas mojó la punta de los pies e, instintivamente, di medio paso atrás.
Miré el horizonte. Al oeste, la mole del Peñón, en el centro, el perfil serrado de Marruecos difuminado por la neblina blanca del atardecer y, al este, la línea horizontal que separa mar y cielo rubricada con la mancha blanca de una urbanización jalonada de palmeras y bosque bajo. Ese calor pegajoso y salado que siempre da una incómoda sensación de suciedad… Yo lo estaba, hacía más de una semana que no encontraba dónde ducharme y, por eso, cuando aquella mujer se detuvo para darme las buenas tardes, no hice gesto alguno para acercarme a ella sino todo lo contrario. Hablamos mientras ambos mirábamos el mar y la orilla.
— Yo veraneaba aquí hace más de cuarenta años. No lo recuerdo, claro, pero sí lo que me contaron mis padres y lo que pude ver en alguna foto que, precisamente, miré hace tres años, antes de vender su casa.
La mujer me regaló una sonrisa mientras su hijo, unos metros más allá, jugaba con un perro pequeño. Yo me quedé callado.
— ¿Y va usted a quedarse muchos días por aquí?
— Sólo unas horas. Mañana continúo mi viaje.
Volví a sonreír.
— Entonces, bienvenido.
Noté mi sonrisa más melancólica que nunca. Me quedé quieto mientras ellos se alejaban hasta que desaparecieron engullidos por la bruma.
A mi izquierda veo, sobre unas toallas, a una familia. Padre, madre y un crío pequeño consumen los últimos minutos de sol en la playa vacía. Ellos charlan mientras el niño juega sentado en el suelo con las conchas vacías que yo mismo había pisado unos minutos antes. De vez en cuando los padres dirigen al pequeño alguna frase. El niño no quiere irse y continúa con su entretenimiento, el padre se inclina para ayudarle a lavar las conchas una a una bajo la cálida mirada de la madre, que ya está recogiendo todas sus cosas en un capacho de mimbre.
Volví la mirada hacia el sol y me quedé mirando el horizonte pensando en lo que le querría contar a ese crío que hoy es el vivo retrato de la inocencia, el ser más indefenso y vulnerable del mundo.
Disfruta, criatura, libre y feliz, porque desconoces qué es el futuro y eso no te atormenta, porque no hay mañana para ti, porque hoy tu mundo de juegos está protegido y no existe otra cosa. Aprovecha tu inocencia, llénala de risas, mánchate con el barro, haz flanes, mira cómo el mar se los lleva y vuelve a hacer más. Come, duerme, canta y baila sin importar qué música esté sonando, corretea, escóndete, acaricia a un perro; no dejes de jugar, juega con tus coches de juguete, mira los pájaros, las flores, míralo todo con esos ojos bien abiertos…
Preferí mantenerme en silencio, no quise contarle que en muy pocos años la vida le robaría todo y que, sin haberlo merecido, el futuro reventaría su universo de una patada llenándolo de obligaciones, que día a día iría perdiendo el control de su tiempo, que sus risas terminarían siendo enfermas, que sus problemas no sólo serían los que él mismo se inventase, que tendría que aprender a pelear duro y que pasaría hambre alguna temporada, que su pelo rubio, ahora alborotado y lleno de sal, cambiaría, y que sus preocupaciones lo convertirían en canas, que su insignificancia iría a más incluso para sí mismo, que sus ilusiones se transformarían en hastío y que, cualquier día, dejaría de importarle todo en el mundo. No quise decirle que llegaría un día en que sus padres ya no lo podrían proteger, que lloraría mil veces por mil y una razones. Le aseguraría que iba a aprender muchas cosas, y también lo que significa echar de menos, que la vida dejaría de ser sencilla y que estaría dominada por una máquina estúpida con intenciones de jodérsela, que los minutos tendrían precio mientras la vida, su propia vida, dejaría de tener valor, y que podría llegar a pensar, incluso, en renunciar a ella. Me habría gustado explicarle que un día tomaría una decisión, la más importante, que miraría a su alrededor y, sin comprender nada, sentiría muy dentro el significado de su existencia y la necesidad de volver a nacer, que un tiempo más tarde despertaría y se vería mayor, más que lo que sus padres lo eran ahora y que, sin fuerzas, cada día necesitaría inventar ilusiones de la nada, que le costaría muchísimo amar aunque algún día hubiese amado mucho, que jamás tendría un hijo, que envejecería solo y que al final decidiría que el fin de su vida había sido preparase para abandonarla como llegó, solo. En definitiva, que nunca más volvería a ser «el deseado» para nadie.
Bizitzaren txorakeriak, hasi ta bukatu negarrez, hauxe dux hauxe …
Me sorprendí tarareando muy bajito la canción y enseguida rompí a llorar. Me sentí un hijoputa habiendo pensando todo aquello. Sin embargo, respiré aliviado por no haber abierto la boca, por sólo haberle sonreído mientras la imagen se desvanecía y sus papás me miraban con una ternura misteriosa. Me pareció ver que él levantaba la mano como despidiéndose de mí, y ella pronunció alguna palabra que no logré descifrar.
Al despertar del ensueño, me vi solo en toda aquella playa inmensa y negra, solo rodeado por el sonido de las olas. Había oscurecido. Ascendí la cuesta hasta una explanada rodeada de cañas sobre la cual desplegué el campamento esa noche. No pude cenar, fumé un cigarro y me dormí con la imagen de aquel niño rubio acunado en mi memoria.
Nada más amanecer bajé corriendo a la playa. Sólo había un anciano caminando junto a su perro. Recorrían la orilla con pasos muy lentos. Los ignoré. Recorrí algunos metros hacia un lado y hacia el otro como si hubiera perdido algo, busqué, esperé, fumé, y me senté en una piedra esperando sin saber bien qué. Pronto empezó a hacer más calor y asumí la responsabilidad de reiniciar la marcha cuanto antes. Cargué el equipaje en mi bicicleta, lo aseguré bien, tomé un trago de agua y me ajusté el casco antes de empezar a empujar aquel mastodonte hasta arriba.
A media cuesta me paré en seco y miré hacia abajo, hacia la playa. Allí estaban de nuevo, el niño de pie en la arena, con su cubo y su pala, con un sombrero y un bañador de color rojo. El padre le tomó en brazos y señaló hacia donde estaba yo. Me pareció que le decía algo minetras el crío agitaba su manita, saludando … o despidiéndose. Sus padres también, los dos de pie, mirándome. Esta vez sí pude leer lo que ella me estaba diciendo a pesar de estar tan lejos, lo pude leer perfectamente.
Dejé caer la bici al suelo y también me dejé caer yo. Roto, completamente roto, lloré. Lloré con todo mi dolor, lloré durante una eternidad de diez minutos, sentado en el suelo, arañando la tierra endurecida y polvorienta tan lejos de mi casa y de mi tierra, pero más cerca que nunca de ellos. Noté al final un hueco inmenso, como un infinito imposible de rellenar, y me dolió más que nainguna otra cosa en toda mi vida y entonces entendí que mi viaje, ese libro que estoy escribiendo paso a paso, pedalada a pedalada y kilómetro a kilómetro, es la crónica en crudo de una ausencia.
Miré a la rata buscando consuelo, más triste que nunca, destrozado por dentro y abrasado por fuera. Tuve que sacar fuerzas de donde no las tenía para terminar de subir la cuesta. Al terminar volví a mirar hacia abajo. En ese tiempo habían llegado varios grupos con sus toallas, pero ellos ya no estaban.
Algunas horas después, empapado de sudor sobre mi bicicleta tomé conciencia de que jamás aprenderé a dejar de echar de menos.